Rosaura Garza, una mujer de 42 años, de apariencia agradable, maneja su auto Chevy por las populosas calles de San Bernabé. Va despacio y mira por todos lados.
Se detiene donde está un grupo de jóvenes, quienes se sorprenden cuando ven que se baja de su vehículo y camina hacia ellos.
Con la experiencia que le dio el haber sido vendedora de droga se les acerca y les pregunta si tienen “aliviane”. Los chavos la miran de arriba a abajo y por un momento no saben qué responder.
Rosaura les sonríe. Uno de ellos con cierta desconfianza le dice que sí. El que parece el líder del grupo, con enojo le pregunta que de cuál quiere.
Más se sorprenden cuando les dice que ya probó la mariguana, las pastillas sicotrópicas, la cocaína y el cristal. Otro de ellos con burla le dice que si les está presumiendo.
Rosaura sin dejar de verlos, les dice que además de consumirla, la vendía. Los chavos con cierta bravata le responden que si es cierto lo que dice, que se cuide, porque no soportan a los intrusos, aunque sean mujeres.
Sin amedrentarse les responde que ya sabe cómo se maneja el negocio y que precisamente por eso les quiere prevenir, porque ella por hacer lo mismo vivió en un infierno.
Los chavos se impactaron cuando Rosaura les dijo que además había perdido a lo que más amaba en la vida, que estuvo presa durante 15 años y que se salvó de ser ejecutada.
Sin ser interrumpida les dio consejos: que no se dejaran deslumbrar por el dinero, que si seguían en el mundo de las drogas iban a morir jóvenes o pasarían años en la cárcel y que harían sufrir a su seres queridos.
Que recapacitaran, que estudiaran, trabajaran y que si creían en Dios que lo buscaran, que Él estaba en todas partes, sin necesidad de acudir a las iglesias.
Rosaura no esperó respuestas, con la misma sonrisa que los saludó se despidió... abordó su Chevy y se encaminó hacia otro barrio.
Mientras manejaba, sus ojos se humedecieron al evocar cuando apenas era una adolescente: acababa de salir de la secundaria y se sentía feliz.
Quería festejar su logro, pero estaba sola con su diploma en las manos. Era hija única de una mujer soltera y no podía acompañarla, porque trabajaba todo el día para sostener el hogar.
Cierto que Rosaura era una buena hija, pero las malas compañías y la libertad que tenía la hicieron caer en el error. Motivada por su amigas probó la mariguana y otras drogas.
Pero siempre tuvo el cuidado de que su madre no se diera cuenta. Dejó la escuela y prometió a su mamá que buscaría trabajo para ayudarla.
Rosaura siguió frecuentando a sus amigas, mismas que le presentaron a otros chavos y como todos eran de la onda gruesa, su adicción aumentó.
Cuando cumplió los 17 años, sus amigos la festejaron, pero en esa ocasión Rosaura solo fingió que se drogaba y pudo ver a sus amigas convertidas en guiñapos. Balbuceaban incoherencias.
Ese día, Rosaura pudo recapacitar. Le dio tristeza ver a sus amigas idiotizadas. Pensó que ella quería vivir mejor, tener dinero y ayudar a su madre, pero no sabía cómo.
Fue cuando se le ocurrió sacarle provecho a las drogas, no consumirlas, pero sí venderlas. Conocía a quien les surtía y con severas advertencias le dieron las primeras dosis.
Con la ayuda de sus amigos pudo contactarse con clientes y comenzó a tener éxito, pues como “trabajaba” sola y entregaba a domicilio, no daba sospechas.
Los que le surtían la droga estaban contentos. Comenzó a ganar dinero. Le dijo a su mamá que había conseguido trabajo vendiendo línea blanca a domicilio. Le creyó.
Parte de lo que ganaba se lo daba a su mamá. En efecto Rosaura vendía mucho, pero droga.
Por su inteligencia y astucia logró ocultar durante mucho tiempo a lo que se dedicaba. Otra cosa que le favoreció: que no fue ambiciosa. Tenía sus entregas y con lo que ganaba pudo vivir mejor al lado de su madre.
Cuando sus amigos la invitaban a drogarse, hacía trampa y fingía. Ella prefería estar lúcida. Tuvo varios romances, pero sin importancia.
Llegó el momento en que se compró su motoneta para realizar sus entregas más rápido. También cosechó muchos enemigos. En varias ocasiones le dispararon y la libró.
Como sabía que era blanco de sus rivales compró una pistola. Pero llegó el momento que la suerte la abandonó. Un domingo cuando estaba en casa escucharon el timbre. La mamá de Rosalba salió.
Lo sicarios sin ver quién era, dispararon. La inocente mujer cayó sin vida. Rosaura al escuchar el disparo sacó su arma, corrió y apretó el gatillo. Mató a uno de ellos.
Se abrazó de su madre y llorando le pidió perdón. No pudo velarla porque fue detenida por la Policía.
Quiso alegar defensa propia. Por su negro historial no le creyeron. Fue sentenciada a 15 años de prisión.
En la cárcel, arrepentida, no dejó de llorar. Por su culpa habían asesinado a su madre. Le pidió perdón. Juró que si llegaba a salir, se dedicaría a dar pláticas a los jóvenes y prevenirlos.
En su estadía carcelaria leyó libros de superación personal, criminología, psicología y hasta religiosos. Fue buena reclusa, ayudó a varias compañeras y con pláticas las motivó a regenerarse.
Cuando Rosaura salió libre ya tenía 40 años. Casualmente consiguió trabajo de vendedora de línea blanca. Le fue bien, con el tiempo compró un auto usado y cumplió su palabra.
Ahora a menudo se le puede ver en diferentes colonias proletarias, platicando con los chavos. Unos la escuchan, otros no, pero por lo menos los previene. A ella nadie le dio buenos consejos.
Su peor condena, para lo que nunca ganará lo suficiente, es seguir cargando con la culpa por la muerte de su madre, como una deuda impagable.