Mientras veía las imágenes del funeral de Pelé en el estadio Vila Belmiro, me di cuenta que lo vi jugar muy poco. En mi infancia, más bien seguí una leyenda en periódicos y relatos de mis mayores. Supe del joven de 17 años que debutó con un gol de ensueño en el Mundial de Suecia, que ganó Brasil, pero no tuve edad para ver al negro genial. Al paso de los años he visto imágenes borrosas de aquel jugador brasileño que cambió el futbol para siempre.
Las escenas del Mundial de Chile en el año de 1962 llegaban dos días después a nuestras televisiones, que transmitían en blanco y negro, pero Pelé resultó lesionado contra Checoslovaquia. Por cierto en ese mismo grupo jugaron España y México, pero esa es otra historia.
El mundo cambió sin que los niños nos enteráramos, y quizá tampoco los adultos. El avance mágico de la tecnología trastornó la vida diaria. Todos recordarán a Maradona, a Cristiano, a Messi, a Zidane, a Ibrahimovic, a Ronaldinho, a Riquelme, a Sánchez, pero Pelé pertenece a otros tiempos, habita una dimensión desconocida.
En 1966, durante el Mundial de Inglaterra, el Pájaro Madrugador, aquel satélite remoto y primigenio, nos permitió ver en vivo los juegos de México. No sé si vi o escuché la historia del partido de Brasil contra Portugal en el cual Pelé fue sacrificado a patadas. Siempre pensé que el criminal era un jugador llamado Colunha; Luis Miguel Aguilar afirma que quien lesionó a Pelé se llamaba Graca, ahora sé que se llamaba Joam Pedro Morais el autor de las arteras patadas. El fino jugador negro deambuló por la cancha arrastrando la pierna derecha destruida a puntapiés: no había cambios ni tarjetas de amonestación y expulsión. O sea, bien a bien no vi jugar a Pelé.
En cambio sí lo vi hacer y deshacer en el Mundial de México 70, un genio que destruía la lógica en cinco segundos. En la final contra Italia, los brasileños le habían metido tres goles a los italianos. En algún momento, Pelé avanzaba con el balón y de pronto se detuvo, como si el árbitro hubiera marcado una falta, pero el juego seguía. Carlos Alberto aceleraba por la pradera derecha y Pelé le puso un balón de oro al botín del defensa carioca: gran riflazo y gol de Pelé, o de Carlos Alberto. Brasil obtenía su tercer campeonato del mundo. Bien pensado, aún sigo a esa leyenda.
Rafael Pérez Gay
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