Tiene la Comisión Disciplinaria de la Federación Mexicana de Futbol una oportunidad inmejorable para mandar un mensaje contundente de rechazo a la violencia por parte de los principales actores de la Liga: jugadores y entrenadores.
Debe ser realmente ejemplar el castigo para Francisco Ramírez, el director técnico del Celaya, que propinó un golpe en la cara a Norberto Scoponi, auxiliar técnico del Atlético Morelia, al final del partido en que este último equipo eliminó a los guanajuatenses en la Liguilla de la Liga de Expansión.
Un castigo todavía mayor merecería el personaje en cuestión por las declaraciones en la rueda de prensa posterior a su agresión, en las que dijo: “Scoponi no tiene códigos. Estoy harto de estar lidiando con todos los argentinos, que les damos valor y no le damos valor al mexicano”.
Una sanción igualmente severa merecerá el jugador del Celaya, Noé Topete, camiseta número 5, por lanzarse a los pies de Scoponi y derribarlo cuando éste corría hacia el vestidor para evitar más agresiones.
¿Qué dijo o qué hizo Scoponi para provocar tal enardecimiento en sus rivales? También debería de investigarse, y si lo que se documenta es una conducta inapropiada debe ser objeto de medidas disciplinarias en concordancia a la falta. Aunque nada de lo que hubiera hecho o dicho justifica la violencia de Ramírez y Topete.
Este caso ilustra los males reales, imposibles por lo que se ve, de erradicar. Se genera violencia en la cancha, producto de la frustración por la derrota, que se traslada a las tribunas y redes sociales. Terrible. Nada más antideportivo que no reconocer una derrota.
Pero hay un elemento en esta historia todavía más riesgoso: se proyecta intolerancia, por decir lo menos, contra una nacionalidad. Así, generalizando de forma absurda. Quiero pensar que también producto del despecho y la frustración, aunque todo indica que aquí hay algo más profundo.