Mientras en el resto del mundo el populismo se manifiesta con propuestas de reivindicaciones nacionalistas y proteccionistas, en nuestro país se gesta una “toma de orden” de las reivindicaciones en materia electoral. Así como si a los mexicanos se nos hubiese presentado un menú de opciones para que, de entre estas, eligiéramos las más apetitosas, así partidos y líderes políticos y sociales se lanzan a la palestra a enunciar una serie de medidas que al parecer suenan razonables y, lo más importante, gozan de popularidad entre el electorado.
Nada de lo que se propone es malo per se: reducir el costo de la democracia, aminorar la carga al erario del financiamiento a los partidos políticos, disminuir el número de diputados y de senadores, eliminar a los plurinominales, instaurar una segunda vuelta.
El asunto se complica si lo vemos como lo que es: un sistema electoral en el que los cambios en uno de los elementos tienen repercusiones en los demás integrantes y en su medio ambiente. En un momento en el que los partidos políticos tienen dificultades para cumplir con su misión de articular las demandas sociales, suena bastante racional quitarles el dinero público. Sin embargo, eso no los hará más competentes, por el contrario, sus ineficiencias evolucionarán hacia los dictados de quienes se convertirían en sus patrones por la vía del financiamiento privado.
Acabar con los plurinominales es equivalente, en el imaginario colectivo, a dar de baja a los becarios de los partidos en el Congreso; la realidad es que el sistema de representación proporcional es el que permite reflejar con mayor veracidad el apoyo con que cada uno de los institutos cuenta a nivel nacional. Este sistema es también el que mejor impulsa la presencia de las mujeres en los parlamentos.
Y la lista puede seguir. La democracia es una obra en permanente construcción y las reformas ayudan a perfeccionarla. Sin embargo, hacer un menú de opciones sin entender sus interacciones no hará sino destruirla.
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