La inmensa concentración de poder propia del presidencialismo a la mexicana aún se respira en Los Pinos. A la entrada de la que fuera la casa de Miguel Alemán, ante la duda de por dónde iniciar la visita, una integrante del personal nos indica que si tomamos hacia la derecha podremos ver la “sala de cine y búnker” con la entonación de quien ofrece una manzana prohibida; imposible resistirse –entre otras cosas– por la curiosidad de saber si se trataba de un mismo recinto y en consecuencia elucidar si la presidencial comitiva podría aventarse un maratón de películas de guerra mientras afuera se libraba alguna batalla real. Ante mi duda sobre el uso del búnker –por cierto separado por un largo pasillo de la sala de cine, en consecuencia impensable guarecerse de un bombardeo mientras se disfruta de Ben Affleck en Pearl Harbor–, un oficial uniformado me señala: “El búnker lo mandó a hacer Calderón, para planear su guerra contra el narco” (la inflexión de la frase subrayaba el posesivo en segunda persona: el presidente en su bélico laberinto), y luego fue la ocasión exhibir la intrascendencia de los usos que sus predecesores le dieron: “Antes fue boliche y, previamente, depósito de alimentos”.
Pero la frase que más resuena es la que nos define como mexicanos, la que explicita, por un lado, nuestra duda de si estaremos ante la totalidad de lo que otrora nos estuvo vedado o si alguna parte de ese tesoro ya nos fue escamoteado por quienes allí habitaron y, por otro, nuestras ganas de ponerle buena cara a las circunstancias adversas: “De lo perdido, lo que aparezca…” , justo el título que lleva ahora la exposición en la que se exhibe en Los Pinos su colección de arte. No sé si le debemos esa joya al dueño de un humor negro exquisito o a un bien intencionado que, sin proponérselo, hizo un tratado de la cultura nacional en apenas una línea.
Politóloga* miriamhd4@yahoo.com
