
En el campo nadie necesita que le expliquen lo que significa la escasez de agua. Quienes trabajan la tierra lo saben mejor que nadie: cuando no llueve, no se siembra. Y cuando el agua escasea, el riesgo es mayor y la productividad cae.
Aun así, buena parte del agua que usamos en la agricultura se desaprovecha. No por desinterés, sino porque durante décadas el acceso a tecnologías de riego eficientes ha sido limitado. Y porque cambiar prácticas tradicionales requiere más que voluntad: requiere acompañamiento, inversión y visión de largo plazo.
En México, 76 por ciento del agua dulce se destina al sector agrícola, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Es comprensible: producir alimentos para millones de personas exige una enorme cantidad de recursos. Sin embargo, esta situación es insostenible si consideramos que, de no tomar medidas de adaptación, para 2050 cerca de 60 por ciento de los estados del país pueden enfrentar un elevado estrés hídrico, de acuerdo con un análisis de S&P Global. A esto se suma el impacto del cambio climático, que vuelve más impredecibles las lluvias, los ciclos agrícolas y la disponibilidad de agua.
No se trata de señalar culpables. Lo cierto es que, durante años, muchas de las prácticas de riego respondieron a las condiciones del momento y a los conocimientos disponibles. En muchos casos, la experiencia acumulada por generaciones ha sido la mejor guía para tomar decisiones en el campo. Pero hoy enfrentamos un nuevo contexto, con desafíos más complejos y urgentes. El cambio climático, la presión sobre los recursos y la necesidad de producir más con menos hacen necesario incorporar nuevas herramientas. En este escenario, innovar ya no es una opción: es una vía necesaria para garantizar la sostenibilidad del campo.
Innovar en el uso del agua implica fortalecer tanto las prácticas agrícolas como la infraestructura que las sostiene. El mantenimiento de canales de riego —donde hoy se pierde hasta 40 por ciento del agua—, la modernización de distritos existentes y la construcción de otros nuevos son pasos fundamentales para avanzar. A la par, también es clave promover prácticas accesibles y comprobadas: sistemas de riego por goteo o aspersión, manejo eficiente del flujo de agua, nivelación adecuada del terreno y mantenimiento periódico de compuertas. Pero si ese mantenimiento no se realiza de forma frecuente y disciplinada, el abandono acumulado termina exigiendo inversiones mucho mayores para su rehabilitación. Estas acciones, cuando se aplican con constancia y acompañamiento técnico, pueden reducir de forma significativa el desperdicio de agua y mejorar la productividad.
A partir de ahí, existen herramientas tecnológicas que pueden complementar este esfuerzo: sensores, imágenes satelitales, modelos climáticos y plataformas digitales que ayudan a tomar decisiones más informadas. No reemplazan al agricultor, lo fortalecen. Y lo preparan para un futuro donde cada gota cuenta.
El verdadero cambio requiere colaboración entre los sectores público y privado, así como una visión común sobre lo que está en juego. En ese camino, el anuncio de un programa nacional de tecnificación del riego marca un paso importante. Se trata de una señal clara de que modernizar el campo, reducir pérdidas de agua y mejorar la eficiencia hídrica son prioridades en la agenda nacional. Ahora el reto es sumar esfuerzos, compartir conocimiento y generar las condiciones para que estas soluciones lleguen a donde más se necesitan.
Desde la iniciativa privada tenemos la responsabilidad —y la capacidad— de sumar conocimiento, ciencia y tecnología. Pero también de escuchar, entender las realidades del campo y acompañar los procesos de transformación. Porque no hay innovación real sin inclusión. Y no hay futuro sostenible si no es compartido.
Desde mi experiencia, avanzar hacia un uso más eficiente del agua en la agricultura requiere de tres frentes complementarios:
- Primero, impulsar modelos de financiamiento e incentivos que faciliten la adopción de soluciones hídricas, sobre todo entre pequeños y medianos productores.
- Segundo, consolidar redes de datos y monitoreo a escala regional, que permitan entender mejor la disponibilidad, demanda y uso del agua para tomar decisiones basadas en evidencia.
- Y tercero, integrar la gestión del agua en la planificación agrícola y territorial, con una visión de largo plazo que trascienda ciclos políticos o presupuestales.
Celebro que el gobierno federal haya comprometido más de 51 mil millones de pesos, como parte del Plan Nacional Hídrico, para tecnificar más de 200 mil hectáreas de riego agrícola en el país. Es una señal concreta de que estamos comenzando a movernos en la dirección correcta. El siguiente paso será asegurar que esa inversión tenga el mayor impacto posible: que llegue a las regiones con mayor vulnerabilidad hídrica, que beneficie al mayor número de agricultores y que contribuya a aumentar la productividad de manera sostenible. Más allá del monto, lo crucial será cómo se traduce en cambios duraderos: infraestructura funcional, sistemas operando con eficiencia y comunidades capaces de gestionar el agua con autonomía y visión de largo plazo.
Estas son acciones posibles. Pero para que sucedan necesitamos voluntad, coordinación y un sentido de urgencia que esté a la altura del reto.
El agua no es solo un insumo agrícola, es la condición de posibilidad de todo lo que cultivamos, de todo lo que alimenta a nuestras familias y sostiene nuestras comunidades. Cuidarla ya no es una opción, es una responsabilidad compartida. La buena noticia es que las soluciones existen. La verdadera pregunta es si estamos dispuestos a implementarlas con la velocidad y la escala que la crisis demanda.
Porque el futuro del campo —y del país— no depende solo de cuánto sembramos, sino de cómo lo hacemos. Y en ese “cómo”, el uso inteligente del agua será una de las decisiones más trascendentales de nuestro tiempo.