Política

Francisco, el papa que descalzó al poder y 'agitó' las sotanas

  • Metría Pública
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  • Magda González

Un pontífice que incomodó a los poderosos y reconcilió a los olvidados, sembrando esperanza donde solo quedaba ruina.

Doce años de pontificado. Apenas suficientes, quizás, para colocar las bases de una estructura meditada, incluso –me atrevería a decir– iluminada, sobre el porvenir de los creyentes y de una Iglesia católica maltrecha, sacudida por los escándalos de clérigos y cúpulas.

Francisco, desde su profundidad teológica y su mirada espiritual, hizo lo que ninguno de sus antecesores se atrevió a intentar: abordar los temas dogmáticos y matizarlos con perspectivas propias de las políticas de Estado.

Mientras los sectores más conservadores hablaban de inclusión desde los márgenes doctrinales, el papa jesuita los abrazó, los trajo al centro y los hizo parte del cuerpo vivo de la comunidad católica.

Su voz fue la de las minorías: las que han sido vulneradas, negadas, maltratadas. Habló de los renglones torcidos, pero no los de Dios, sino los de un mundo global que ya no tiene tiempo ni voluntad para resolver los problemas que él mismo ha provocado.

Habló con ellos, sin titubeos. Habló con los jóvenes y de las mujeres, de la comunidad LGBTQ+, de los migrantes desplazados por la violencia, la pobreza y la persecución.

En términos políticos fue un líder incómodo para los poderosos. Aquellos que, lejos de una vocación espiritual, se han convertido en rapiña; desposeídos por dentro, poseídos por la avaricia y convencidos –desde la hoguera de sus vanidades– de ser impolutos.

El franciscano se despojó de todo hábito de exclusión. Fue el papa de la gente. Tan cercano que, en su andar cotidiano, más que un jefe de Estado, parecía el párroco de una comunidad. Sonrisa en los labios, palabras de aliento, gestos que reconfortaban… muy distintos del semblante reservado a los asuntos de la curia y los escenarios del poder.

Fue un líder político moderno, pero con alma antigua. Intentó sembrar la paz –esa que no se impone por las armas, sino que brota desde el corazón– en un tiempo donde los países la conmutan por sus propias agendas, en las oscuras entrañas de las cúpulas globales.

¿Qué será de la Iglesia tras la muerte del franciscano?

Eso, por más que lo deseemos, no nos toca decidirlo. La elección es obra de un grupo “democrático” que en estos días se encierra –con llave, como en los tiempos antiguos– para deliberar, dicen, a la luz del Espíritu Santo.

Sin embargo, hay una respuesta que no vendrá del humo blanco.

Vendrá del aliento de los fieles que, inspirados por su legado, levanten velas y caminen con el viento de frente.

Francisco no cambió la Iglesia en su totalidad. Pero cambió el tono, el rostro, el modo.

Y quizás eso sea el milagro: haberle devuelto el alma a una institución que, por momentos, parecía extraviada en sus propios laberintos.

Solo queda esperar que las bases que Francisco dejó en el presente y para el futuro no se desvanezcan con los vientos del poder ni del pasado. Y que sean tan sólidas, tan firmes, que ninguna tormenta pueda desgarrarlas.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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