Existe un dicho campirano tan sabio como la luna llena de octubre: “al caballo y al amigo no se les cansa”.
El amigo se harta y nos da la espalda; mientras, el caballo, exhausto, nos deja tirados sin agua en medio del desierto. En ambos casos, nos quedamos solos y abandonados.
Esta frase, tan propia de los políticos de antaño, es incomprendida para algunos políticos priistas cercanos a Miguel Riquelme.
Porque insisten en cansarlo -con sus caprichos y desvaríos- sin comprender su personalidad política y los límites de ésta.
Miguel no es un político de ocurrencias populistas o faraónicas sostenidas por la fragilidad de un carisma agotable.
Tampoco es un político de arrebatos iracundos prestos para humillar o maltratar al amigo como desahogo terapéutico pero, al final, narcisista.
No. Riquelme es un político distinto. Está forjado en el duro aprendizaje del fracaso y la victoria.
Quizá por ello, posee la rara capacidad de reinventarse a partir de una disciplinada exigencia consigo mismo; si no, ¿cómo explicar su transición de un político de mecha corta a uno con visión de Estado?
Poseedor de una doble capacidad técnica y política: mantener los indicadores de inversión, empleo y seguridad pública a la alza y, unir a Coahuila en torno a su liderazgo, a pesar y contra las estrecheces presupuestales heredadas, el golpeteo cotidiano de la 4T y el sistemático asedio del Crimen Organizado.
La casa encuestadora Mitofsky registra cada mes la fuerza de ese liderazgo riquelmiano, para ubicarlo desde hace dos años entre los primeros cinco mejores gobernadores del país.
(Continuará).
Nota: El autor es Director General del ICAI. Sus puntos de vista no representan los de la institución.
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