El pasado miércoles, la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió un asunto que trasciende el ámbito jurídico y dialoga con una de las heridas más profundas de nuestra sociedad: la violencia contra las mujeres. En el Amparo Directo en Revisión 4872/2024, a cargo de mi ponencia, la Corte analizó si el derecho a la reinserción social puede servir como criterio para reducir la pena impuesta por un feminicidio.
El caso parte de una historia que duele, pero también de una búsqueda de justicia que no se detuvo. Una joven maestra fue asesinada con signos evidentes de violencia de género. El responsable recibió una condena de 50 años de prisión, la pena máxima prevista en la entidad. Sin embargo, un tribunal de apelación redujo la sanción a 42 años y 6 meses, al considerar que su derecho a la reinserción social debía influir en la determinación de la pena —es decir, en el momento en que la persona juzgadora define cuántos años de prisión corresponden según la gravedad del delito—, pues el sentenciado tenía 18 años al momento de cometerlo.
La familia de la víctima se negó a aceptar que la edad del agresor pesara más que la violencia sufrida. Luchó, insistió y acudió a la Suprema Corte, convencida de que la violencia de género no admite atenuantes ni relativizaciones.
El proyecto que presenté fue aprobado por unanimidad, y la Corte concedió el amparo a los familiares de la víctima, ordenando emitir una nueva sentencia conforme a los parámetros constitucionales.
La pregunta que guió la deliberación fue directa ¿puede el derecho a la reinserción social justificar una reducción de pena en un feminicidio? La respuesta es no. Este derecho, previsto en el artículo 18 constitucional, no se invoca al momento de fijar la pena, sino que opera en etapas distintas del sistema penal, orientadas a la dignidad y la readaptación, nunca a la disminución de la responsabilidad.
La reinserción social se garantiza, primero, en el trabajo legislativo cuando se diseñan penas proporcionales y justas. Y después, durante la ejecución de la sentencia, cuando el Estado debe ofrecer educación, trabajo, salud y deporte para que la persona privada de libertad pueda reinsertarse plenamente en la vida comunitaria.
Pero al momento de fijar la pena —la fase llamada “individualización”—, el deber del juzgador es otro: valorar la gravedad del hecho, el contexto de género y las circunstancias específicas del crimen. Esa etapa no consiste en prever el futuro del agresor, sino en responder con justicia al daño causado.
En este caso, el tribunal de apelación pasó por alto la violencia estructural detrás del feminicidio. La Corte fue clara: este delito es la forma más extrema de violencia de género y su sanción debe ser proporcional, firme y respetuosa de los derechos de las víctimas. Reducir una pena por razones ajenas al hecho violento no solo desdibuja la gravedad del crimen, sino que erosiona el derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación integral.
Esta sentencia no equipara justicia con castigo, sino con comprensión. Comprender el feminicidio en su raíz estructural —en la desigualdad, la discriminación y la impunidad que lo permiten— es lo que da sentido a la respuesta judicial.
Nombrar esa violencia —verla, reconocerla y sancionarla— no es un gesto retórico: es una obligación constitucional y ética.
Con esta resolución, la Suprema Corte reafirma su compromiso con una justicia que no calla. Una justicia que escucha a las víctimas, protege su dignidad y nombra lo que durante demasiado tiempo se quiso silenciar. Porque solo cuando el Estado nombra la violencia, puede empezar a transformarla.