La Virgen de Guadalupe es el máximo símbolo de la religiosidad mexicana; aunque pueda parecer contradicción la veneración de una figura femenina en un país en el que la violencia feminicida se lleva la vida de diez mujeres al día, tiene toda congruencia.
Un elemento central para comprender el porqué de ello es entender que tanto para las mujeres como para los hombres hay una exigencia de lo que se debe ser, hacer y cumplir. Para cada cual es diferenciado, las mujeres deben ser recatadas, sumisas, calladas, obedientes, prestas a la autoridad masculina que se establece como quien pondera mayor jerarquía y otras tantas aptitudes propias de la femineidad. Cuando cumple con ellas es una buena mujer, cuando no, se trata de una puta, una fácil, una zorra, merecedora no sólo de la descalificación sino también de las violencias que contra ella se ejerzan.
El feminicidio, desde una lectura social y política, es una forma de violencia contra las mujeres que las castiga de manera simbólica, se justifica de forma cultural cuando en torno a él se escuchan comentarios que culpan a la mujer víctima en lugar de al victimario: por andar a tales horas en la calle, por vestir de tal manera, por maquillarse así, por relacionarse con hombres… Las premisas están ahí, la mujer debe ser pura y casta como la virgen de Guadalupe, para ser digna de recibir el respeto mínimo; de lo contrario, toda mujer que no sea la imagen vivida de ella, recibirá de manera justificada toda forma de violencia.
La adoración a una imagen que, además de pertenecer a un relato eclesiástico, representa la idealización de lo que las mujeres deben ser, tiene relación con la incidencia de violencias misóginas. Las prácticas de la fe en definitiva tienen manifestación en el comportamiento de la población mexicana.
Lol Canul
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