Durante el Renacimiento, la magia era la capacidad de transformar una fuerza natural en otra, dominada por la voluntad. La idea original del “conocimiento oculto” estaba en la naturaleza misma: estaba oculto hasta que alguien pudiera descubrirlo y reutilizarlo. Eso fueron Cornelio Agrippa y el Próspero de La Tempestad, la búsqueda terapéutica de Paracelso y las máquinas en la imaginación desde Leonardo hasta Francis Bacon. “Saber es poder”, es la frase que Thomas Hobbes atribuye a Bacon (scientia potentia est), de quien fue secretario. Y la idea sufre una pequeña mutación: el conocimiento, primero oculto en la naturaleza, pasó a ser un saber que convenía ocultar: esconderlo y restringir su acceso. No cualquiera puede saber. La potentia del mago renacentista se transforma en el poder del ingenio (en inglés, “motor” sigue llamándose ingenio: engine): cómo usar unas fuerzas naturales para mi beneficio. Transformar fuerzas naturales en trabajo.
Aparece entonces el que ya sabe, pero prefiere enriquecerse y hacerse poderoso vendiendo el producto del trabajo y conservar en secreto la fuente y el ingenio. En sentido popular, este ingeniero parecía tener pacto con el diablo: hacía cosas increíbles y nunca antes vistas.
El catolicísimo de Felipe II y su coro de inquisidores, en medio de la batahola de reformistas protestantes, emitió la infame “Pragmática de 22 de noviembre de 1559”, que prohibía la entrada de profesores extranjeros o la salida de estudiantes españoles, porque “nuestros súbditos que salen fuera de estos Reinos, allende el trabajo, costas y peligros, con la comunicación de los extranjeros y otras Naciones, se distraen y divierten, y viven en otros inconvenientes; y que ansimesmo la cantidad de dineros que por esta causa se sacan y se expenden fuera de estos Reinos es grande, de que al bien público de este Reino se sigue daño y perjuicio notable”. Desde entonces, todo el mundo de lengua española se instaló en el atraso científico y tecnológico.
Y esto viene a cuento porque hoy los Estados Unidos de Trump (y hasta aquí la comparación: no hay dos espíritus más divergentes) y de Stephen Bannon —éste sí, católico que, según él, abreva en autores de la “derecha espiritual”, como Julius Evola, y declarado enemigo del reformismo de Francisco I— intentan repetir el edicto de Felipe II: fuera los extranjeros, y la industria debe volver a la mano de obra local y al universo del carbón, petróleo y las cosas que arden y explotan.
También España fue la casa de científicos (y muy particularmente, de grandes matemáticos) y la nación que mejor podía desarrollar la más poderosa industria naval y bélica. Para 1588, la tecnología británica destrozó la hegemonía española. Hoy, los papeles podrían invertirse, de tener éxito el bannonismo de Trump. México está en posición de adaptar lo que hacen la India, Irán, Paquistán, entre otros: apostar por toda aquella industria que los gringos podrían dejar vacante. Nanotecnología, ingeniería ecológica, nuevas fuentes de energía que, además, requieren mucha menos inversión que la industria pesada de los metales y el culto de la lumbre. Si Estados Unidos quiere un Alt-oscurantismo, que les aproveche. Apostemos por las vías que ellos abrieron y ahora abandonan. No es fácil, pero la otra opción es la valentía de romperse el hocico sin meter las manos.