Sentados en la sala roja de casa de los abuelos en el Puerto de Veracruz, sonó el viejo teléfono color beige que tenía un cable muy largo y que estaba pegado a la pared; nadie escuchó el timbre porque había un norte que azotaba los cubre ventanas de madera contra los cristales de la terraza; y los árboles, y las palmas, y sus hojas, y sus ramas, arañaban las paredes blancas de La Fragua, como seguimos llamando a aquella casa porteña del centro.
Volvieron a llamar, sonó tres veces como las campanadas que marcan la hora y alguien contestó y entonces preguntó por mi padre al que mandaron buscar por la casa. Era difícil pasar los años nuevos juntos, pero ese diciembre estaba allí. Al coger el teléfono se recargó en el arcón donde estaban los retratos y algunas fotos del viejo muelle, y de los pescadores en el Playón, y de Villa Del Mar, y de la Bocana. Supimos que alguien había muerto porque la noticia fue como una espada, cambió su cara, hizo maleta y salió en el primer vuelo de la mañana: era Miguel Marín, buen amigo suyo y un tipo entrañable y cariñoso con mi familia.
No supe si mi padre fue al velorio, nunca nos lo dijo, sí supe que canceló unos días con su familia, esta vez, por una buena persona. El primer contacto que tuve con el futbol de verdad fue a través de las llagas de Miguel: familiares, valientes y honestas. En el colegio donde estudiábamos Juan Pablo mi hermano y yo, con sus hijos, Maximiliano y Alejandro, el Glorioso Instituto México en Amores; conocimos un ser humano mucho más grande que el guardameta. Eterno, rayado, azulado y angelical, Marín era la fanfarria desconocida de Superman. Retirado, dedicó sus últimos momentos a los hermanos Maristas, nos ensañaba a jugar a la pelota en los campos del Colegio México en Acoxpa. Tenía la vocación que acompaña a los porteros: fe, paciencia y carácter. Hoy les llaman súper héroes, en realidad eran hombres de futbol.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo