Gritar un gol de México es normal, natural; pero en algún momento de nuestra vida como aficionados hemos escatimado el apoyo y la pasión por la selección nacional en función de quién juega en ella. Pasa en Argentina, Brasil, Italia o España. Aquí, si eras de Pumas costaba más trabajo cantar un gol de un jugador del América, si eras de América sucedía lo mismo con el de Chivas, y al de Chivas con el de Atlas, León, o con el de Cruz Azul, el de Tigres y Rayados.
Se trataba de un momento ambiguo entre rivalidad local y representación nacional, en el que, como aficionados, tardábamos algunos partidos en querer y admirar por igual al americanista vestido de verde que al universitario, al rojiblanco o al celeste. Tiempo después, con los goles, los abrazos y victorias, el ojo, el hígado, el pulmón y el corazón se acostumbraban a sentirlos como un mismo equipo: porque el manto maternal de una selección, es sagrado.
Cuando Bora Milutinovic empezó a formar el equipo que jugaría el Mundial de 1986, la base, incluido el cuerpo técnico con Héctor Sanabria y Mejía Barón como auxiliares, eran los Pumas de Universidad encabezados por Manuel Negrete, Luis Flores, Miguel España, Félix Cruz, Raúl Servín, Rafael Amador y Hugo Sánchez, que, siendo jugador de Real Madrid, se había formado en CU. Al principio, hubo cierta manía hacia aquel grupo que parecía “consentido” por un entrenador que los conocía desde chamacos, pero al paso de los días arropados por Quirarte del Guadalajara; Larios de Cruz Azul; Manzo, Ortega y Carlos de los Cobos de América; Tomás Boy y Carlos Muñoz de Tigres; o Javier Aguirre en ese momento jugador de Atlante, la Selección se volvió un bloque gracias al cariño y respeto de la gente.
No hay mayor satisfacción para un seleccionado que sentir el aprecio de propios y extraños. A veces parece que ese tradicional respeto por los seleccionados nacionales, se está perdiendo.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo