El tenis, a través de una de las ediciones más emotivas del US Open, lanzó un poderoso mensaje a la juventud en tiempos donde el deporte parece estar perdiendo valores esenciales.
Sin mayor pretensión que jugar con alegría y una pasión ejemplar, contagiosa y emprendedora, dos chicas de 18 y 19 años; 150 y 73 del ranking mundial, y que en conjunto representan a 6 países, llegaron al puerto de Nueva York como forasteras y salieron de allí como estrellas: si existe una ciudad que personifica el espíritu del inmigrante, esa es Nueva York. La británica Emma Raducanu, nacida en Toronto, de padre rumano y madre china; y la canadiense nacida en Montreal, de padre ecuatoriano y madre filipina, Leylah Fernández, demostraron que vivimos un mundo en el que la migración no es aceptada como símbolo de esperanza, humildad, solidaridad y oportunidad.
Desde luego que un torneo de tenis no resuelve este delicado conflicto, ni detalla sus múltiples causas y complejas consecuencias humanas, pero, sin duda, ambas jugadoras abanderan una generación que se enfrenta a profundos cambios sociales, culturales y económicos, con el carácter y la naturalidad de haber nacido en una época donde es tan importante saber de dónde vienes, como soñar a dónde vas.
La final femenil del US Open, uno de los mejores partidos que se han visto en los últimos años, tuvo la virtud de recordarnos que el deporte sigue siendo uno de los principales motivos de unión que tenemos. A nadie importaba la nacionalidad de estas dos chicas, lo relevante fue la Identificación que provocaron en millones de personas que reconocen en el fenómeno migratorio un movimiento que requiere la implicación y comprensión de todos: Raducanu y Fernández jugaron por más países y personas de las que imaginan.
El tenis, un deporte solitario de enorme sacrificio individual, es capaz de ofrecernos valiosas reflexiones colectivas. Cuando todos asistimos al fin de semana decisivo del US Open, esperando ver a Djokovic romper la historia del tenis venciendo a Medvedev, Federer y Nadal en el mismo partido, encontramos a un par de chicas, las últimas de la fila, confirmándonos que la grandeza del deporte es venir de abajo, salir de atrás.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo