Capitano. No era Cannavaro el destinado a levantar la Copa del Mundo y ganar, siendo defensa, un Balón de Oro, era Alessandro Nesta: aquel elegante zaguero romano que hizo carrera con la Lazio y una dinastía con el Milán. Nesta, cortado con la tijera del clásico defensor italiano, heredó la facha de Maldini, la ubicación de Baresi, la marca de Scirea y la personalidad de Bergomi; pero Cannavaro, un napolitano de carácter sencillo y aguerrido, tenía en los huesos la madera del campeón.
Colmillo blanco. Raúl González Blanco, que en el apellido llevaba el uniforme, se convirtió junto a Íker Casillas en el santo y seña de una generación del Real Madrid que se había quedado sin estandartes. Durante años, Raúl fue el eslabón que unió al antiguo Madrid de Di Stéfano, con el moderno Madrid de Cristiano.
Figuras como Raúl garantizan dos cosas: goles y patrimonio. En ambos casos su aportación al madridismo fue legendaria: un futbolista sin mancha en su historial.
Pie izquierdo. Cuando Roberto Carlos clava aquel tiro libre a Barthez dibujando una de las trayectorias más célebres en la historia de cualquier balón, la suya ya era brillante. Fue un lateral esforzado y un atacarte prodigioso. Un jugador que tenía dos pistones por piernas, la cabeza brillante, el alma alegre y el corazón valiente.
Roberto Carlos tuvo además, una de las responsabilidades más grandes para cualquier futbolista: defender a la selección brasileña y atacar con el Real Madrid.
Sonrisa perfecta. Ningún jugador en la historia ha tenido una sonrisa tan grande como la suya, Ronaldinho fue, antes que una estrella mundial, un buen hombre: hacía feliz a mucha gente. Su carrera, en relación a las facultades que tenía, fue breve: de haber tenido la misma seriedad para jugar, que parsimonia para vivir, estaríamos frente a uno de los mejores tres futbolistas de todos los tiempos. Pero Ronaldinho eligió vivir en calma.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo