Los clubes grandes son favorecidos por el arbitraje, lo dice y piensa casi todo el mundo, y tiene su lógica; no es que se trate de un favor, sino de un temor: mientras mayor el club, mayor el error, el clamor y el calor. De esa antigua lógica se desprende otra frase de gabinete: “hay camisetas que pesan”.
Pero curiosamente en tiempos de Twitter, del VAR y de las fibras sintéticas, se linchan menos árbitros que en épocas del bulbo y el transistor, donde a estos hombres que vestían de negro desde la gargantilla a la pantorrilla, se les ponía a parir.
Las nuevas generaciones se aburrieron de los climas de conspiración. Según los jóvenes el árbitro se equivoca por tres razones, igualitas a las de un jugador: por maleta, por huevón o por pendejo.
Algo ganó el arbitraje en todo este tiempo: ahora se le compara con un futbolista y no con un villano. No es poca cosa, porque significa que hoy los árbitros también son considerados deportistas porque su trabajo es el único que legitima el juego, es decir: lo hace oficial.
Crecí viendo pitar a Leanza y Urrea, pero nunca creí en la existencia de una mafia del arbitraje, porque también conviví con figuras como el Teniente Coronel Mario Rubio y con Don Antonio R. Márquez, árbitros de postín, caballerosos, educados, maestros de muchos aficionados y extraordinarios vecinos.
Después de tantos años de ver y vivir el futbol por afuera, por adentro, por arriba, por abajo, por delante y por detrás, sigo pensando que los señores árbitros son de las personas más decentes que tiene este deporte.
Y pensaba esto cuando otro club excedido de peso, tanto que se siente más que un club, se encuentra en medio de un escándalo apocalíptico de corrupción arbitral.
El caso del Barcelona va a apestar durante mucho tiempo. Yo lo siento por los árbitros, que son muchos y muy buenos, no por el Barça, que se comporta como un grandulón, no como un club grande.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo