Política

La disputa por el poder

  • De paso
  • La disputa por el poder
  • José Luis Reyna

La ciudadanía presencia, en los albores del complejo 2018, una disputa por el poder que no está acompañada por las posturas y argumentos necesarios para la redefinición estructural que este país reclama. Las acusaciones mutuas de todos los protagonistas políticos que nos rodean subrayan los defectos y corruptelas de los otros, impidiendo el surgimiento de la prioridad que el país requiere: un proyecto de nación que, al menos, parta de dos premisas incumplidas hasta ahora: la disminución de la pavorosa desigualdad social e impulsar el escuálido crecimiento económico que acompaña al país desde hace más de tres décadas. Se deja de lado el punto crucial: qué nación queremos y cuál es el proyecto político que la realizaría. La disputa contempla el corto plazo. El futuro, por tanto, queda al margen.

Se ha evidenciado que los mexicanos, al paso del tiempo, creemos menos en las bondades de la democracia. El apoyo ciudadano a este régimen político decrece sistemáticamente con el tiempo. Hay razones para ello: el sistema político, pese a la alternancia que tuvo lugar hace 17 años, es prácticamente el mismo. En el periodo panista (2000-2012) no hubo el talento (¿o la voluntad?) para definir las iniciativas ni los proyectos para cambiar los andamios de la estructura del sistema. Por el contrario, da la impresión de que el objetivo, durante esa docena de años, fue robustecer lo que ya venía podrido del pasado. El sistema no cambió y mantuvo, como consecuencia, las prácticas ancestrales que venían de décadas atrás y hoy, por tanto, siguen vigorosas y vigentes. El “nuevo” PRI, como prueba de lo anterior.

No se niega que el valor del voto creció como nunca antes. Hoy, con todos sus defectos, el voto cuenta. Sin embargo, la ramplona clase política hace que ese voto se oriente por el más “carismático”, por el más conciliador, por el más “simpático”, por el que reparta más tinacos. Los problemas ancestrales que esta nación arrastra solo son tocados retóricamente sin un proyecto que insinúe, al menos, una solución. Los aspirantes a detentar el poder tienden a descalificar al adversario, pero lejos están de la propuesta sustantiva que delinee un cambio estructural del país, un proyecto que tenga como meta prioritaria un nivel superior de bienestar social. La disputa por el poder que presenciamos no es política, es un concurso de popularidad.

No puede soslayarse que, a pocos meses de las elecciones, tal vez una de las más complejas que se hayan dado en este país, 90 por ciento de los ciudadanos (Latinobarómetro, 2017) piensen que el gobierno beneficie solo a unos cuantos y descuide a los demás. Señala el divorcio que existe entre ciudadanía y autoridad. Por esta razón, no solo vale que el ganador de la contienda sea el menos corrupto, sino que el mismo sea el portador de una alternativa que produzca una ruptura de la continuidad con el fin de que empiece a emerger un México un poco menos desigual y, por tanto, más próspero. No se trata solo de disputar el poder. Se trata de empezar a trazar un mejor futuro posible.

jreyna@colmex.mx

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