
El camino hacia el infierno está sembrado de buenas intenciones, dice el refrán, con mucha razón. Fue lo primero que se me ocurrió la semana pasada cuando escuché el anuncio presidencial de la fundación de una gasera del Estado, denominada Gas Bienestar, que tendría como propósito poner fin a los abusos y especulaciones de las empresas del ramo. Una vez más, la idea parte de un diagnóstico correcto, como fue el caso del monopolio de las medicinas o la necesidad de inversión pública en el abandonado sureste mexicano. En ambos casos las intenciones fueron loables, no necesariamente las acciones para convertirlas en realidad.
Ciertamente el suministro de este servicio está plagado de prácticas nocivas, precios con márgenes absurdos, acaparamiento y, recientemente, violencia entre los competidores. Es un acierto que el gobierno haya decidido hacer algo al respecto. O bueno, algo más, porque desde hace casi tres años todos los lunes en las Mañaneras pasamos un rato escuchando el monitoreo de quién es quién en los precios de la gasolina y el gas, obviamente con nulos resultados. La pregunta de fondo es saber si lo que se propone hacer el gobierno resolverá el problema o, por el contrario, abrirá nuevos frentes de preocupación, como fue en el caso de las medicinas.
Por fortuna en esta ocasión la iniciativa no contempla sustituir de cuajo a las empresas prestadoras del servicio, sino competir con ellas con la intención de sanear la entrega y asegurar precios razonables. Es decir, en el peor de los casos no habría desabasto, lo cual sería poco menos que una tragedia para los hogares mexicanos. A menos, claro, que el gobierno decida competir con ventaja y dificulte la operación o impida el propio abasto de las empresas que hoy operan. En principio se afirma que no sucederá tal cosa.
Pero incluso si fuera así, la iniciativa sigue siendo muy cuestionable por los muchos antecedentes que existen cuando el gobierno intenta competir en terrenos que desconoce. Por no hablar de la cuantiosa inversión que requeriría generar la enorme infraestructura en pipas, centros de distribución a lo largo del territorio, oficinas de servicio, personal capacitado. Solo en términos empresariales parecería un reto excesivo considerando que apenas le quedan tres años a la presente administración. Si en los tres primeros se ha quedado corta respecto al objetivo de construir los cuarteles prometidos para la Guardia Nacional o las sucursales del Banco del Bienestar en cada municipio, ya no digamos la descentralización de las secretarías que no ocurrió, no veo cómo se resolvería en cuestión de meses una tarea que parece aún más ambiciosa.
Los riesgos de terminar construyendo elefantes blancos a medias, generar nueva burocracia o abrir espacios para la corrupción están a la vista. Los veteranos de la vida todavía recordamos la proeza que representaba en los años 70 u 80 conseguir una línea de teléfono de la entonces empresa estatal. Los hogares tenían que buscar un pariente con relaciones o corromper a alguien. Los descendientes de un fallecido solían disputarse el derecho a la línea como si se tratase la progenitura de un título nobiliario. La privatización de Telmex durante el salinato fue reprobable por la manera en la que se hizo, al impedir la competencia y asegurar precios de recuperación absurdos que convertirían a Carlos Slim en el hombre más rico del mundo durante algunos años. Pero sin duda la empresa se capitalizó y se hizo eficiente de cara al usuario, al grado de que a un joven de hoy le costaría trabajo concebir lo que describo líneas arriba.
Hay momentos en que la pasión de López Obrador, sus buenas intenciones, una visión del mundo a contrapelo del consumismo y la frivolidad resultan conmovedoras, pero eso no necesariamente se traduce en realidades. Ni los abrazos no balazos o piensen en sus mamacitas han servido, como tampoco ha tenido lugar la súbita conversión de los empleados de gobierno en funcionarios intachables y eficientes. Por eso es que preocupa que a estas alturas del sexenio se intente resolver a través de la burocracia una necesidad tan vital para los hogares. Desde luego que se requiere la intervención del Estado para regular un mercado caótico y prostituido como este, pero eso tendría que conseguirse mediante reglas precisas, inteligentes y consensuadas, y un mecanismo sano para hacerlas cumplir. Ciertamente no es sencillo, pero eso resultaría mucho más factible que ponerse a hacer de la nada una nueva paraestatal, con todo lo que eso conlleva.
Admiro la sencillez y autenticidad de un Presidente que este lunes describió puntualmente cada uno de los árboles que existen en su huerto: “tengo cedros y tengo caoba y tengo ceiba y tengo maculis y tengo guayacán, framboyán, tengo los árboles flor, tengo limón y tengo naranja, y plátano y zapote, el que en otras partes se conoce como mamey, y tengo el mamey, que es distinto al que se conoce en todos lados como mamey, y tengo chicozapote, y tengo mango y tengo guaya, y tengo nance, y tengo árboles frutales, maderables y llegan las guacamayas”.
Pero no admiro el mundo simplificado en el que se cree que la burocracia, la ineficiencia y la corrupción han sido desterrados de los aparatos de Estado simplemente porque el Presidente lo desea de todo corazón.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap