
¿Qué sigue? Claudia Sheinbaum necesitaba el enorme espaldarazo recibido el domingo para afrontar los retos externos e internos que implica ser la primera mujer presidenta y el relevo de un líder tan singular y dominante como Andrés Manuel López Obrador. Pero también implica una gran responsabilidad: ¿cómo usar la concentración de ese poder a favor de una estrategia de reconciliación como la que el país necesita? Ese será el desafío de una izquierda que parece presentarse en una versión más moderna y moderada. Lo veremos y habrá que analizarlo paso por paso.
Pero para bailar se necesitan dos. Hay un enorme desafío también para la oposición. La oferta que hasta ahora han planteado y las actitudes esgrimidas tendrían que dar paso a posiciones responsables y menos estridentes. Las minorías merecen una representación articulada y constructiva de cara a la discusión de los destinos del país. Por ello es que preocupan las primeras reacciones frente al voto masivo en su contra por parte del electorado.
Primero, porque se atribuye la derrota a una especie de anomalía, a una intervención ilegal por parte del Presidente, a una elección de Estado. Si eso les sirve emocionalmente para justificar el hecho de que el voto mayoritario les dio la espalda, pues adelante con la terapia. Pero refugiarse en ello es paralizante.
Para empezar, habría que relativizar lo de la intervención presidencial. El argumento de que nunca en la historia un presidente había participado de manera tan arbitraria e ilegal es cuestionable. Vicente Fox ha confesado que hizo todo lo posible para detener la candidatura de López Obrador a la Presidencia, desafuero incluido, y las cosas debieron llegar al Congreso para evitarse. En 2006 López Obrador perdió por medio punto porcentual, 250 mil votos, un margen tan pequeño que puede ser atribuido a muchas cosas, entre otras a la intervención del aparato en el poder. Hoy estamos hablando de 30 puntos de diferencia, el doble que lo conseguido por la candidata derrotada, y más de 15 millones de votos de diferencia como para reducirlo a esa causa. El gobierno de Enrique Peña Nieto intentó la estafa maestra para financiar los triunfos del PRI; y si al final no porfió en el intento fue por motivos prácticos, no éticos: se dio cuenta de que iba a perder su candidato y prefirió ceder el poder en buenos términos.
Las intervenciones del presidente López Obrador son juzgadas como si las reglas del mercado político fueran parejas y la Presidencia debiera ser una entidad celestial y abstracta por encima de los actores políticos. No es así. En 2018 las mayorías externaron su deseo de un cambio de rumbo y la Presidencia lo asumió como mandato y vocación. Pero los votantes no cambiaron al resto del entramado institucional o a los poderes fácticos que, en buena medida, se resistieron a esos cambios. El grueso de los medios de comunicación operó en contra de la 4T e intentó erosionar la imagen del gobierno; López Obrador asumió la defensa desde la tribuna para compensar tales ataques, y sobrevivir y hacer viable su proyecto. No ha sido elegante y a ratos con exabruptos lamentables, pero la confrontación de propagandas fue masiva por ambas partes.
Segundo, se afirma que Claudia ganó porque el gobierno “compró” el voto a través de programas sociales. Ese es el argumento más peligroso para la propia oposición. Equivale a creer que mejorar la condición de los pobres es un ardid político. No han entendido que algo cambió en 2018 y se ratificó en 2024: atender el enorme rezago social es una exigencia de la vasta mayoría de la población.
López Obrador así lo asumió y no escondió su proyecto, primero los pobres, y actuó en consecuencia. Podrán mencionarse errores de diseño y ejecución de la 4T, pero el poder adquisitivo de la mitad inferior de la pirámide social aumentó este sexenio; hay condiciones objetivas para que esos votantes perciban que fue un gobierno que operó en su favor. No es descabellado que 60 por ciento de la población entienda que tiene un gobierno que volteó a verlos y prefiera mantenerlo en el poder. Tampoco tiene misterios que asuman que el regreso de los partidos de antes suspendería políticas públicas que consideran favorables. Acusar de demagogia a la 4T por hacer lo que constituye su mantra y su razón de ser, primero los pobres, impide a la oposición enterarse de las causas de su propia derrota.
Digo todo lo anterior porque si la oposición sigue enganchada en el coraje y la victimización no podrá construir opciones futuras de cara a la insatisfacción de las mayorías. ¿Se pasarán ahora seis años tratando de convencer al respetable de que Claudia no es la respuesta en lugar de construir la suya?
Hasta ahora han creído que bastaba con desengañar al público y mostrar que el obradorismo era un espejismo. Una vez desnudado el soberano entonces los votantes regresarían a las fórmulas anteriores. ¿Regresar al modelo anterior? ¿Pero eso significa gobiernos como el de Salinas, Zedillo, Fox, Calderón o Peña Nieto que fueron justamente los que generaron estas mayorías desencantadas?
En resumen, México necesita minorías responsables y competitivas, no francotiradores ni reductos amargados o resentidos. Esencialmente, y como toda minoría, necesitan argumentos sólidos que tengan sentido para los votantes. Y no este enojo que parece una interminable indignación por el hecho de haber sido derrotados por mayorías a las que en el fondo tampoco ellos están respetando. Necesitamos una oposición digna que trascienda a los Alitos y a los Markos Cortés, a los intelectuales contritos de indignación y frustración. Una oposición que pueda entender que las verdaderas causas de su derrota residen en lo que está ofreciendo o dejando de ofrecer. Eso pasa por una lectura honesta de lo que sucedió este domingo. No la estoy viendo.