
El caso de Emilio Lozoya revela que el gandallismo es una práctica poco menos que imposible de erradicar en la vida pública. Ni siquiera el gobierno de la Cuarta Transformación, con todas sus buenas intenciones, pudo sustraerse a las argucias de un gandul como el ex director de Pemex. Pese a haber caído en desgracia y tener un expediente de corrupción comprobado, el político priista ha conseguido un trato preferencial a fuerza de traiciones, mentiras y falta de escrúpulos. Cuando se le compara con el caso de la ex secretaria Rosario Robles, también llevada a tribunales, la moraleja no puede ser más categórica: “te irá mejor entre más transa seas y más infamias estés dispuesto a cometer”.
Ambos fueron funcionarios del gabinete de Enrique Peña Nieto, y según la acusación ambos incurrieron en crímenes contra el erario. Durante el ejercicio de su responsabilidad los dos se plegaron a la petición de la maquinaria priista y presumiblemente usaron su dependencia para desviar recursos a favor del partido y de otros políticos. Pero Lozoya lo hizo sobre todo para enriquecerse personalmente, a juzgar por las cuentas que la Unidad de Inteligencia Financiera encontró en bancos nacionales y extranjeros a su nombre y al de lo suyos. No es el caso de Robles; todo indica que su mayor crimen fue haber accedido a convertirse en operadora del financiamiento ilegal del partido que la había acogido luego de ser defenestrada por la izquierda.
Incluso para los códigos priistas los excesos de Lozoya causaban incomodidad durante el gobierno de Enrique Peña Nieto. No sé si se trata del más corrupto de todos los políticos de las últimas generaciones, considerando la dura competencia que tendría de parte de los gobernadores de Veracruz y Quintana Roo, hoy en la cárcel. Pero ciertamente se trata del que tiene menos escrúpulos. A diferencia de los anteriores, Lozoya no tuvo ningún empacho en ofrecer la cabeza de todos los que la Fiscalía estaba interesada en perseguir, a cambio de un tratamiento de excepción pese a los crímenes cometidos.
Rosario Robles, en cambio, intentó mantenerse leal con aquellos a los que servía. Una lealtad que ha pagado con prisión durante 22 meses sin que su juicio haya comenzado. La “justicia” no se ha ahorrado ninguna oportunidad para aplicar todo el rigor posible en cada instancia de su proceso. No pretendo argumentar que la ex secretaria sea inocente, ni mucho menos. Utilizar a las universidades públicas para desviar recursos ilegales es un delito. Personal bajo su dirección puso en marcha cadenas de corrupción en la burocracia y en la educación pública. Tampoco diré que se trata de un chivo expiatorio, porque nadie podría decir que es una funcionaria primeriza o que no sabía lo que estaba haciendo. Pero es evidente que ella prefirió guardar un silencio que ha favorecido a quienes fueron cómplices, jefes y colegas del sexenio anterior. Resulta imposible no recordar que Rosario Robles ya había mantenido este sentido de lealtad en el anterior escándalo político de su carrera, cuando el empresario Carlos Ahumada terminó en la cárcel y ella se negó a retirarle su apoyo. A la postre tal escándalo le costaría la expulsión del PRD y le llevaría a reiniciar su trayectoria política en el PRI.
El hecho es que mientras que Robles ha sido víctima de sus lealtades, Lozoya ha sido beneficiario de sus traiciones. Traicionó a sus tareas como responsable de Pemex para enriquecerse a mansalva, traicionó a sus ex correligionarios para salvarse de la cárcel y muchos comenzamos a sospechar que ha traicionado también a la Fiscalía con información inflada con tal de obtener un trato preferencial.
El problema de hacer tratos con alguien que carece de escrúpulos es que también carece de veracidad. Hará lo que sea necesario con tal de obtener ventaja. Nadie tiene duda que en los delitos cometidos están comprometidos otros por encima y por abajo del puesto que desempeñaba el funcionario. El problema es determinar cuánto de lo que ha relatado para implicar a otros políticos es falso o es verdadero. De lo que hasta ahora ha trascendido resulta evidente que algunos de los hechos descritos en su testimonio son inconsistentes en fechas y lugares. El testigo tan opíparamente tratado por la Fiscalía hasta ahora no ha aportado pruebas para sostener sus acusaciones.
Hace 15 meses Emilio Lozoya fue traído a México en condiciones ominosas que rápidamente él convirtió en una retención apenas incómoda. Desde entonces ha repartido acusaciones a diestra y siniestra que a estas alturas tendrían que haberse convertido en la cruzada contra la corrupción en altas esferas más importante en la historia de México por parte de la justicia. Nada de eso ha sucedido. Ni justicia, ni detenciones importantes posteriores. Cabría preguntarse si en su prisa por dar ese golpe histórico, la Fiscalía no terminó siendo presa de un oportunista. La palabra chamaquear todavía no forma parte del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española y, no obstante, me temo que es el término que mejor describe lo que ha sucedido entre Lozoya y la Fiscalía.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap