Cultura

La elasticidad punto del infinito

Antonio Bassols Zaleta, catedrático emérito del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), economista modelo entre tantos modelos económicos, Maestro con mayúscula entre tantos profesores minúsculos y amigo entrañable, ha fallecido. En teoría, la frase anterior implica que Toño ya no está en este planeta; en la práctica, es una confirmación dolorosa de que Bassols siempre estará en mente y alma de quienes fuimos sus alumnos y amigos, por el teorema impalpable de que simple y sencillamente nos ayudó a pensar cuando el vacío de los años mozos exigía solamente los intentos apasionados por actuar o reaccionar o revolucionar al mundo; nos enseñó a investigar y analizar los datos de la realidad en tiempos en que parecía más cómo especular con invenciones hipnóticas o etílicas, y a más de una generación nos convenció de que el bello estudio de la economía estaba más cerca de las humanidades que de la cibernética matemática en la que se ha convertido allí mismo donde él se desvivió —primero como alumno estrella y luego como uno de los mejores maestros de ese antiguo santuario jesuita.

Toño Bassols fue un destacado egresado del viejo ITAM de Marina Nacional, y luego pilar del de San Ángel. Cuando alguien, quien sea, quiera opinar sobre esa institución y su aparente catalogación como taller tecnócrata, tendría que medir respetuosamente la baba de su saliva ignorante si no considera que entre las muchas aulas de esa universidad dictaron clases algunas de las mentes más brillantes y honorables de este país. En particular, tendría que cerrar los párpados de la ira —de por sí ciega— y abrir la mirada a una pléyade de pensantes que transformaron la enseñanza de la teoría económica en una ciencia más apegada al arte de intentar entendernos, como humanos, como sociedad, como consumidores en ese cruce de tangentes donde la oferta y la demanda se la juegan milimétricamente en la cancha de los precios y las cantidades. De eso, y mucho más, nos llevaba Bassols de la mano del asombro, con la gracia del buen humor y la luminosidad del Maestro —así, con mayúsculas— que extiende constantemente la mano abierta al alumno imberbe y luego, con asombrosa humildad, es capaz de considerar como maestros de él mismo a sus antiguo discípulos. Bassols enseñaba más que la teoría la vida misma, con el ejemplo entrañable del amor que floreció con su mujer de toda la vida, con sus hijas, hijo y nietos, y con cada uno de sus colegas, compañeros, coetáneos, pero sobre todo con cada uno de los alumnos (algunos, verdaderos discípulos) que simplemente no paramos de llorarlo hoy.

Sin embargo, al mismo tiempo, no paramos de sonreír porque Bassols nos alegró la vida misma allende el aula, porque las mejores cátedras las dictó en cantinas de prestigio y en la pista del Hipódromo de las Américas; porque dirigía la estructura impalpable de los teoremas y modelos en torno al gasto público y los impuestos en una cancha de futbol donde lo vi jugar como crack improvisado y luego como director técnico digno de una selección nacional.

A veces lo veía como José Alfredo Jiménez, ponderando como filósofo las implicaciones de un injusto precio de equilibrio, y luego como un bohemio a media luz reflexionando por más de 10 años si una canción de la vieja trova cubana era o no triste. Me abrió los brazos como un padre y fue, además, quien le ofreció trabajo a mi padre cuando la necia edad lo obligó a jubilarse; me abrió las puertas de su casa cuando su hijito jugaba con un balón imaginario y sus hijas empezaban a iluminar su mundo con sonrisas. En teoría, apuntaló los seis semestres que invertí tediosamente en la confirmación de que yo no podía ser economista y me apoyó como el que más cuando empecé publicar cuentitos y a buscarle rumbo a la historiografía como vocación. En teoría, sacábamos el mismo provecho de sus clases micro y macro Montessori, que de sus conversaciones de sobremesa, sus regaños al volante de una Combi color naranja y sus carcajadas contagiosas. En teoría, se ha ido Toño Bassols… En la práctica, ahora descubro que nunca ha dejado de estar a mi lado y que esa canción que tanto nos preocupaba en otras vidas es en realidad triste. Muy triste, en verdad, pero sirve de abrazo para este instante en que intento agradecer lo mucho —económicamente incalculable— y lo tanto —filosóficamente inclasificable— que me enseñó mi entrañable Maestro Bassols, admirable amigo Antonio.

jorgefe62@gmail.com

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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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