Un arcángel trajo en sus alas un regalo de medio siglo; un álbum de cuatro lados, que ha tardado cincuenta años en llegar a la tornamesa donde la aguja empolvada devuelve intacto el milagro de los profetas: versos, cuerdas y percusión. Luego de haber lanzado un disco doble con todos los colores del mundo, John-Paul-George y Ringo lanzaron hace cincuenta años un álbum que conocemos como Blanco, aunque se llama en realidad The Beatles, a secas. Blanco como poema que se desdobla en biombo y como sábana limpia que se abre en la madrugada donde los mismos profetas de un Liverpool sin colores se materializan en los párpados de los oyentes en comunión: demos y ensayos con versiones finales multiplicadas en el caleidoscopio del delirio donde se funde la maestría con las ganas de jugar, play por tocar y play de jugar con las pequeñas historias del locatario de un mercado que se maquilla por las noches para cantarle a la madre de sus hijos o del vaquero enamorado que languidece moribundo con un ejemplar de la Biblia y un gorro de mapache o el vuelo libre de una mujer negra que se va hilando notas sobre un diapasón barroco que se confunde con el himno a la pereza o la exhortación desesperada para salga de su jacal la ninfa que está constantemente levitando en meditación al pie de una inmensa montaña desde donde se observa que alguien ha vuelto a la URSS que ya no existe, con muñecas de poliuretano y bosques perdidos en las lágrimas de una guitarra que lleva medio siglo llorando, al margen de todos los colores, desde la psicodelia enloquecida de nuestros padres en minifalda hasta el blanco y negro de las películas como documentales que ahora optan a los Óscares como premiación de la memoria intacta.
El arcángel me ha regalado el álbum Blanco de The Beatles como cofre de magias y relicario de nuestra propia biografía. Ha desatado el insomnio de la memoria, el recuerdo deshilachado de tantos años tarareando las melodías y deletreando los versos de un credo laico que explica —nada más y nada menos— el Universo entero, con el calor entrañable de una pistola con balas de salva, y una carta en letra cursiva que alguno dirige a su Martha y al fondo una zahúrda de lechones que gruñen. ¿Por qué no lo hacemos a la mitad del camino? Allí dónde nadie nos vea, juntemos el ánimo disperso y honremos las cuatro canciones de Harrison, las dos rolitas de Ringo y el evangelio según san Pablo y san Juan que trepa como enredadera de perfección por los oídos que jamás los habían escuchado, al tiempo que se escucha lo que siempre hemos oído: amor en música, paz sin preámbulo ni condición. Amor y paz en los ojos cerrados de Julia, el hijo de la madre naturaleza sonríe, como si fuera su cumpleaños, como si no pasara medio siglo y el niño que esperaba ilusionado la llegada de una Navidad idéntica con este mismo como regalo ha de esperar medio siglo para que un ángel alado lo traiga volando directamente de Londres, desde la esquina imposible de Abbey Road con todas las calles desde que la nieve se extendió como página blanca a la espera de párrafos hilados que podrían explicar el inmenso delirio de escuchar un disco hasta que los surcos de acetato se vuelvan tatuaje sobre la piel y los secretos significados de todas las emociones se van clonando en la cara de los prójimos que sintonizan con la misma frecuencia con la que el niño sale al patio sin nada que esconder, salvo el chimpancé que cuelga del cinto como talismán de supersticiones increíbles en una pantalla psicodélica que nadie o casi nadie sabe explicar.
Salvo Paul McCartney, que en un milagroso párrafo que acompaña a la edición conmemorativa del disco Blanco de The Beatles donde narra con delicada prosa una anécdota entrañable que lo explica Todo, absolutamente Todo. Escribe Paul que al principio, cuando empezaban en un mundo donde quizá no todo tenía nombre aún, los cuatro jóvenes que ya se llamaban Beatles acostumbraban viajar entre Londres y Liverpool en una vieja furgoneta, con Mal Evans fielmente al timón. Hubo entonces un diciembre en que Inglaterra entera estaba siendo azotada por tormentas severas de nieve blanca, cortina de agua palpable como velo de novia o cortinajes de gasa. En una de esas noches de nieve impertérrita y a pesar de la destreza de Mal al timón, la furgoneta se fue deslizando por una pendiente y resbaló más allá de la cuneta hasta quedar anclada en un montículo de nieve acumulada. De milagro no se voltearon en ese camino por donde transitaban sin vista, avanzando ciegamente sobre las huellas de los coches que supuestamente iban por delante… y cuenta Paul que al quedar estancados, bajaron los cuatro de la furgoneta y se quedaron durante unos minutos parados en círculo. Quién sabe cuál de los cuatro preguntó en voz alta: “¿Y ahora qué haremos?” y otro de los cuatro respondió que algo harían.
Cincuenta años después, para acompañar la grabación intacta de tanta música que nos ha llenado de sentido, afirma Paul que —efectivamente— algo hicieron, sin tener que explicar que lo que hicieron entre los cuatro fue garantizar la polinización de ciertas plantas, la continuidad de algunas galaxias, la combustión de muchos gases nobles, la sonrisa de los niños, el pedigrí de varias especies, la fusión de los sueños, el apuntalamiento de utopías, la fotosíntesis y el amor, la calefacción entre amores imposibles y la distancia entre los dedos. Hicieron tanto que diría cualquiera que hicieron todo y tanto que a la hora de querer narrarlo se queda la mente en blanco.
En blanco
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Jorge F. Hernández
Ciudad de México /