La criatura que presenta Guillermo del Toro en Frankenstein (2025), adaptación del omnipresente clásico literario del siglo XIX, tiene varias características que lo distancian del arquetipo original nacido del genio creativo de Mary Shelley para hermanarlo a los superhéroes del cine contemporáneo, como la fuerza sobrehumana y la capacidad de sanar cualquier tipo de herida.
Pero entre todas esas nuevas cualidades añadidas por el entrañable cineasta mexicano es quizá la inmortalidad la más sustancial y sobresaliente, ya que agranda la tragedia de ese error científico, producto de la ambición y la soberbia humanas, al condenarlo a enfrentar una existencia interminable marcada por el rechazo y la soledad.
Del Toro eligió el drama familiar, y más específicamente el conflicto padre-hijo, para construir su versión de la popular historia.
Nos introduce al seno de la familia Frankenstein, donde el pequeño Víctor crece protegido por su madre y a la sombra de su estricto y abusivo padre, un prestigioso médico.
Tras la muerte de la madre en el parto de su segundo hijo, Víctor vuelca su rabia por la pérdida contra su progenitor y toma la determinación de superarlo en todos los sentidos.
Salvar vidas no es suficiente para rebasar al padre, es necesario hacer lo imposible: insuflar vida en la materia inerte, incluso devolver la vida a los muertos, vencer a la muerte.
La obsesión domina a Víctor Frankenstein y desemboca en la creación de una criatura en la que reproducirá el rechazo y el maltrato de su padre, y finalmente el abandono.
Es ese el corazón de la nueva megaproducción de Guillermo del Toro, un sueño que puede ver cristalizado después de varias décadas, y que le sirve, al igual que la obra original a su autora, para reflexionar en torno a temas como los límites de la ciencia, tan vigente en el siglo XIX como hoy día, pero también en torno a los problemas filosóficos y teológicos de siempre.
La cinematografía tiene todo el sello Del Toro. Con una paleta de colores exquisita y algunos cuadros alucinantes, unos vestuarios y escenarios majestuosos y la siempre acertada música de Alexandre Desplat, parece ganarle el protagonismo al elenco.
No están mal, pero tampoco pueden tildarse de brillantes las actuaciones de Oscar Isaac como Víctor Frankenstein, Jacob Elordi como la criatura, Mia Goth como Elizabeth y Christoph Waltz como Henrich Harlander.
Este último es un personaje introducido por el director para pasarle por encimita al controvertido tema del mecenazgo.
Y si hubiera algo que reprocharle al reconocido cineasta, es justo ese tipo de decisiones que sugieren temas sólo para cumplir con una función muy específica que no robustece la trama y únicamente resta fuerza a los conflictos de los personajes.
Hablo, por ejemplo, de la envidia entre hermanos que da pie a un triángulo amoroso de tintes góticos al que termina sumándose la criatura para diluirlo en su tragedia inmortal.