Cultura

La economía subterránea

Daniel Díaz Rodríguez era un niño cuando a finales de los 80 recorría con su padre los vagones de la Línea 2 del Metro para ofrecer minilibretas que elaboraban en casa, donde tenían como únicos instrumentos de trabajo un cuchillo y un marro. Los artículos servían de llavero.

Entraban al Metro e iniciaban su faena en la estación Zócalo, del lado del conductor, hasta Popotla; después, a la inversa. En diciembre elaboraban aterciopeladas flores de Nochebuena. De vez en cuando vendían bolsas de manta que traían una cuerda para colgarse del hombro.

La jefa de la familia los acompañaba y luego regresaba a casa para alimentar a sus demás hijos, que al correr el tiempo sumaron siete, quienes también colaboraban. Daniel cumplió 15 años y se casó. Procreó el mismo número de retoños que sus padres. La historia se repitió.

El de Daniel puede ser un ejemplo de cómo familias enteras y sus descendientes se dedican al comercio callejero en Ciudad de México. La diferencia es que él solo reprodujo unos años la forma de vivir de su padre con sus hijos: los suyos ya no viven de esa labor.

Daniel narra que había lapsos en que se cansaban del acoso policiaco y entonces aguardaban en las salidas del Metro o iban a las plazas. Con ese andar en el ambulantaje, Díaz acumuló experiencia y pensó que ya no podían andar a la deriva en aguas de la economía subterránea.

Lo que hizo fue organizar a sus compañeros y formó una cooperativa en la administración de Marcelo Ebrard. En ese tiempo les dieron oportunidad de capacitarse. Ellos fueron los primeros que aceptaron. Otros, dice, prefirieron seguir como “independientes”. O sea, toreros.

Y formaron la cooperativa Organización Ciudadana en Favor de los Derechos Sociales, integrada por mil 100 familias, de las cuales 340 obtuvieron “permisos temporales” —contraprestaciones, les llaman, que en realidad es una renta— para usar entre 50 y 60 locales.

“El Metro ya no tiene que preocuparse, pues esos vendedores ya son formales”, dice Daniel Díaz Rodríguez, representante de los cooperativistas, quien cree que ese puede ser el principio del fin de la economía informal, al menos en pasillos y vagones.

Las cosas se tornaron difíciles cuando dejaron de pagar y la deuda asciende a casi 2 millones de pesos; ahora piden a las autoridades que les sea reestructurada. Por eso hicieron una manifestación el pasado jueves frente a las oficinas del Sistema de Transporte Colectivo.

Las autoridades prometieron escucharlos, adelanta Díaz Rodríguez, quien está consciente de algunos errores cometidos, como la indisciplina de ciertos agremiados, quienes deben saldar la deuda, cuestión que las autoridades están dispuestas a revisar. Ese fue el trato.

Y asegura que en el morral llevan otras propuestas para terminar con la economía subterránea, sobre todo en el Metro, para que no haya más vendedores ambulantes; un problema que parece un cuento de nunca acabar.

—Parece imposible.

—No lo es —reta Díaz Rodríguez—, y el Metro ya no tendría que preocuparse porque esos vendedores serían formales.

***

Entre un grupo de cooperativistas había permisos temporales para vender en puestos instalados en el Metro. Algunos se asociaron con pequeños empresarios. Pero hace poco cancelaron sus permisos y eso puso en guardia a los demás, pues la lumbre podía llegar hasta ellos.

“Nosotros decimos que el ambulantaje debe desaparecer de pasillos, vagones y andenes, para transformarse en comercio formal”, insiste Daniel Díaz Rodríguez, quien conoce bien el escenario desde hace más de 35 años, cuando empezó a vender de niño.

El ambulantaje existe en la mayor parte de la red del Metro, se le comenta, y en las últimas semanas ha habido problemas con policías que intentan desalojarlos; otro panorama es que se han otorgado permisos, incluidos a ciegos. Es lo que encontró el actual gobierno.

Hubo una época en que autoridades del Metro permitieron la instalación de puestos metálicos, como opción para disminuir el problema, y una de las zonas más vistosas donde lo hicieron fue en la estación Hidalgo, pero la mayoría no fue ocupado; los pocos que lo hicieron estuvieron un corto tiempo. Más tarde los puestos fueron desmantelados.

—¿Qué sucedió?

—Desaparecieron por las altas temperaturas que se registraban en el pasillo —responde Díaz Rodríguez—, pues hacían tortas que calentaban en planchas. Entonces la gente fue reubicada en la estación Cuatro Caminos.

En un largo periodo ese túnel fue usado por los sin techo como letrina. Era frecuente oler un tufo que culebreaba hasta Balderas. Por momentos, los usuarios dejaban de respirar y avanzaban rápido, como si esquivaran baches o alguien pisara sus talones. Hace poco limpiaron la zona e iniciaron obras.

***

Para Díaz Rodríguez no es difícil sacar de la informalidad a vendedores del Metro. Lo dice fácil: plantea elaborar un programa “integral” que abarque locales comerciales, como hicieron bajo algunos puentes de la ciudad; 10 proyectos productivos que se distribuyan entre dos o tres organizaciones, y formar unas cuatro cooperativas para prestar servicio de limpieza al Sistema de Transporte Colectivo.

—¿Y de esa manera terminaría el ambulantaje?

—La solución está en que solo entre la mitad. Los otros van a decir que no quieren. Es seguro. De esos mil, con operativos constantes, desaparece la mayoría. Se van de albañiles o a otras empresas.

—¿Y cómo se portaron las autoridades capitalinas?

—Fueron muy accesibles

—asegura.

Una de tantas preguntas, sin embargo, es qué pasaría con esa familia indígena de niñas y adolescentes que pocos minutos antes de cerrar el Metro andan a salto de vagón ofreciendo ramos de gardenias, cuyo aroma perfuma los últimos carros de la medianoche.

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Humberto Ríos Navarrete
  • Humberto Ríos Navarrete
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