Lo hago poco, pero cuando me preguntan de qué escribo, es más fácil que responda “de ciencia” . Y aunque esta es una columna mayormente de política, el deporte mexicano que todos jugamos, me gusta pensar que mi perspectiva está siempre teñida del racionalismo de una persona que considera a la ciencia una de las grandes construcciones humanas. Y esa perspectiva no nació ayer, ni hace cinco o diez años. Es una perspectiva que he mantenido al menos desde hace medio siglo, y la debo en buena medida a la pluma de Isaac Asimov.
Desde que era un mozalbete imberbe empecé a leerlo, aunque, a diferencia de muchos compañeros divulgadores, conocí primero a Asimov como escritor de ciencia ficción y no como divulgador. El señor, considerado una amenaza para los bosques de Norteamérica debido a su pluma prolífica, fue responsable de escribir o editar más de 500 libros en una carrera literaria que él mismo documentó con soberbia y vanidad pero con una gran amenidad. Yo llegué a tener más de 150 libros de su autoría, aunque luego, las vicisitudes del tiempo han mermado mi biblioteca y supongo que me quedan a lo mucho unos 50…
Asimov, cuyo centenario se cumplió este 2 de enero (con la consabida anécdota de que por haber nacido en Rusia y en tiempos de otro calendario, nunca podremos estar seguros de la fecha real), vivía para escribir. Literalmente se la pasaba el tiempo con los dedos pegados al teclado, y se convirtió así para mí, en un momento de definición oficiosa, en un modelo a seguir, porque era un excelente explicador y un integrador de primera.
Por supuesto que leí sus grandes novelas de la serie Fundación y muchas otras que parecerían hoy hasta inocentes, como El fin de la eternidad o Los dioses mismos. Me bebí a sorbos todas sus historias de robots con las famosas Tres Leyes de la Robótica. Lo que nunca leí de él fueron sus novelas para jóvenes sobre LuckyStarr ni sus obras como escritor de misterio, pero la demás ficción la devoré, y también muchos de sus trabajos de divulgación, incluidas sus guías para leer la Biblia, a Shakespeare o la práctica Historia Universal Asimov.
Debo decir, para ser sincero, que el último Asimov no me sedujo tanto, porque ya no era la única estrella en el universo de la divulgación. Artemio Benavides tuvo a bien presentarme a Stephen JayGould, y le debo a Delia Weber mi primer acercamiento a Carl Sagan. Gould y Sagan reemplazaron al Buen Doctor, el primero por su acercamiento a lo que llamaríamos divulgación de altura sin concesiones; el segundo por su prosa poética e inspiradora. Pero así como no se olvida al primer amor, tampoco se olvida a gran maestro que espero haya dejado huella en mi estilo. ¡Salud, doctor Asimov!