¿Qué nos despierta?
Sea el canto de un gallo mañanero, el ruido del tráfico citadino, Carmina Burana en el celular, una llamada de tarjetas Banamex, alguna urgencia de la vejiga.
O los abrazos de los hijos pequeños y el beso de la pareja.
Nunca vamos a estar seguros que somos la misma persona que ayer se durmió.
Dormir es quizás el mayor acto de fe. Entramos al sueño dando por hecho varias cosas que jamás son seguras.
Damos por hecho que seguiremos vivos y que mañana despertaremos.
No dudamos que el ser que despertará mañana será el mismo que se dispone hoy a dormir.
Tampoco desconfiamos que cada uno de nosotros es el tipo que despertó hoy y es el mismo que ayer se durmió.
Es una fe de doble vuelta, un extraño circulo de certeza del futuro y de esperanza del pasado.
Ni por asomo pensamos que despertaremos en un mundo diferente al que abandonamos al dormir, o que despertaremos y que ya no habrá mundo porque por algún inútil motivo fuimos condenados a sobrevivir en el vacío.
Dormir es abandonarse. Dormir es ser vulnerable.
Y dormir con alguien es el acto de plena confianza.
Porque la intimidad siempre intimida y compartir nuestros sueños no es sólo hablar de anhelos, es también saber que afuera de las paredes de nuestra casa no descansamos igual para soñar.
El insomne recela de entregarse al sueño.
El insomnio es angustia pero también precaución, es la resistencia y es la desconfianza.
Es preferir llegar sin fuerzas, tan exhausto a esa cita con la inconsciencia.
Además, abrazar a Morfeo durante ocho horas no es la mejor metáfora para mí.
Tal vez nos haga falta una deidad femenina para representar el sueño.
Latina o amazónica, por favor.
