Al llegar a la mitad del camino nos encontramos de frente con la impaciencia, esa incapacidad de tolerar obstáculos o críticas que ha inundado a casi todos los actores políticos.
Es poco el espacio para impulsar un pacto o un gran acuerdo nacional por la salud, contra la pobreza y la corrupción, por el desarrollo y la educación. En los congresos priva el encono y la rivalidad leídos como “oposición legítima” o “ejercicio democrático de las mayorías”, mientras que el Presidente sigue instalado en una lucha retórica contra sus adversarios a la vez que más tarde los recibe en Palacio para compartir un atole.
La impaciencia afloró ante la batalla jurídica que enfrentan las megaobras presidenciales. El compromiso de concluirlas en los tiempos prometidos llevó al acuerdo presidencial para apurar el camino y eliminar resistencias judiciales.
La impaciencia también está presente en la otra orilla del río, donde viene acompañada de intolerancia y deseos de aplastar al rival —y no solo en las elecciones—, sino con cuanto medio tengan al alcance. Así, empresarios desplazados, políticos derrotados e intelectuales resentidos organizan estrategias para derrotar a la cuarta transformación.
En los medios se llega a escuchar que el Presidente es un aprendiz de dictador, un populista, un tirano, un enfermo de poder, un egoísta y mil calificativos más con que buscan denigrarlo, entre otros, periodistas que así creen desplegar sus capacidades críticas, o editorialistas que ven amenazados sus privilegios con la transformación del Estado.
Esos denuestos, sin embargo, no le hacen mella a Andrés Manuel López Obrador. Encuesta tras encuesta, siete de cada 10 manifiesta confiar en su presidente y aprobar su gestión en general, aunque reprueben algún aspecto en particular, sea la economía, la inseguridad, la pobreza, etc.
Donde hay no solo paciencia sino también esperanza es entre las mayorías que aún confían en que el cambio liderado por el Presidente pueda traer cosas buenas.
En la calle la gente confía, apoya y tiene paciencia ante un cambio que se revela lento y difícil, pero satisfecha de ver que la promesa de una nueva ética se cumple en el gobierno, a pesar de los videoescándalos.
La impaciencia, sin embargo, sigue presente, aunque acompañada de otras interrogantes:
¿Cómo terminar con la burocracia dorada sin matar al elefante, es decir, sin ahogar al Estado por el austericidio? ¿Cómo equilibrar la lealtad con la responsabilidad de señalar lo que no funciona?
¿Cómo terminar con la corrupción sin tirar al niño junto con el agua de la bañera? Si las estancias infantiles se prestaron a corrupción, cómo sancionar a sus responsables sin privar a las familias de ese apoyo.
Si la distribución de medicinas era un negocio ilegítimo ¿cómo acabar con él sin privar a los enfermos de sus medicinas?
Si funcionan mejor las transferencias directas ¿por qué no aprobar el ingreso básico universal de una vez?
La corrupción, la desigualdad y la pobreza persisten, eso es quizá lo único claro en estos tiempos de impaciencia en que lo que se requiere son espacios para discutir, no iglesias para lanzar diatribas desde el púlpito.
Héctor Zamarrón
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