Se cortaba los cabellos rubios casi como un hombre, depilaba sus cejas hasta hacerlas muy delgadas y echaba por delante una expresión misteriosa. Casi todos la conocían como la pequeña rubia. Una mañana de 1936 su marido la fotografió durmiendo en su departamento en París. En su sueño profundo se veía tierna y sensual. Tal vez en su mesilla de noche había dejado descansar la expresión fría y dura que portaba habitualmente. En unas horas estaría llegando al frente de batalla de la Guerra Civil española.
Un año después, acostada en otra cama, con las manos entrelazadas sobre el vientre, la pequeña rubia dormía para siempre en un convento español habilitado como hospital. Tenia 26 años. La sangre que escurría de sus fosas nasales y de las comisuras de sus labios empañaba apenas su serenidad. Un tanque de guerra la había aplastado.
La fotógrafa de guerra no solo se convirtió desde entonces en un mito que todos los días se esclarece un poco más. También se enredó su labor con la de su marido, Robert Capa, al grado de que sus trabajos fotográficos aparecen a menudo firmados por ambos. Pero sobre todo, la pequeña rubia fue a partir de aquellos días la sombra de Capa.
Aquel día de su muerte un joven médico de las Brigadas Internacionales limpiaba su rostro ensangrentado cuando alguien lo retrató. Hace un par de años, el hijo de este médico halló entre un montón de objetos personales una vieja fotografía en la que aparecía su padre limpiando la sangre del rostro de una joven recién fallecida. El círculo se cerró entonces. Se supo que la joven que había permanecido en el anonimato era Gerda Taro, la esposa de Capa.
Ahora, cuando los españoles preparan una gran exposición sobre las mujeres en la Guerra Civil, los trabajos se han ocupado largamente de desentrañar la identidad del fotógrafo tras algunas obras gráficas atribuidas a Capa. La autoría es de Gerda Taro.
La luz comienza apenas a llegar al rostro de la pequeña rubia.
