Cultura

Berlín, blanco y negro

  • Sentido contrario
  • Berlín, blanco y negro
  • Héctor Rivera

Berlín era la única ciudad del mundo que vivía noche y día bajo el resguardo de los tanques militares. Uno se acostumbraba a verlos en las calles, en las esquinas, como una suerte de muebles urbanos, como parte del abigarrado paisaje. A veces dos o tres desfilaban lentamente por las avenidas, arrastrándose con estruendo telúrico como enormes bichos prehistóricos. Muchos soldados miraban pasar los días montados en sus torretas, fumando, charlando, poco atentos en medio de una de las más graves amenazas que vivía el mundo en los días de la Guerra Fría: si a los rusos les entraba la necedad de invadir Europa llegarían sin duda por Berlín. Después de todo, al otro lado del muro había un buen número de instalaciones militares llenas de soldados con sus uniformes que recordaban los siniestros vestuarios de las tropas nazis. Montones de tanques y vehículos artillados.

No había miedo en el aire. Solo una cierta tensión, una frecuente paranoia. Pero se compensaba. El gobierno daba buenas ayudas en efectivo, financiaba a las parejas jóvenes para que se asentaran ahí, entre los tanques. Y valía la pena. Colorida, elegante, luminosa, glamorosa, frívola y con un pasado de enorme riqueza cultural, la ciudad palpitaba con tiendas, restoranes, cines, teatros y bares atiborrados de alegres clientes. Todos parecían felices bajo la losa que cargaban todos los días.

Caminando a buen paso desde el centro de la ciudad, en un par de horas aparecía de pronto el enorme muro frente a los ojos. Muy cerca, en el fondo del río Spree llamaban la atención las cruces que manos piadosas habían sembrado para señalar los sitios donde murieron muchos alemanes tiroteados por los guardias fronterizos mientras trataban de huir de Berlín Este.

Desde ahí se comenzaba a sentir las miradas de los soldados al otro lado. Provistos de puntuales prismáticos, vigilaban cada movimiento de quienes se acercaban a las plataformas dispuestas para atisbar la vida de aquel mundo que transcurría en blanco y negro. Lo que desde ahí se veía era una trama geométrica de barreras antitanque, trincheras y casernas. A menudo los soldados del Este hacían del visitante al otro lado su blanco en la mira telescópica de sus armas.

La paranoia, la máxima tensión, la alerta cotidiana también se vivía de aquel lado. Durante casi 30 años, los alemanes del Este esperaron una invasión de Occidente que no iba más allá de la propaganda que daba vida a la Guerra Fría.

 Abandonados, con ventanas y puertas tapiadas, los edificios fronterizos, grises, lóbregos, recordaban que ahí el mundo se partía en dos. De un lado luces y glamur, del otro lado blanco y negro, dolor y tristeza. Si alguien lo olvidaba, ahí estaban los piquetes de soldados patrullando a paso de ganso las calles, los tanques, los uniformes militares, las armas a la mano. Un mundo que es otro y el mismo a la vez. 

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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