Pompeya era una fiesta. Todos bebían, comían y fornicaban con singular alegría. Andaban semidesnudos, adorando las riquezas, los lujos y los placeres, mirando sin pudor los atributos de esclavos y gladiadores, entregados al ocio y la diversión.
Por lo menos así describen con frecuencia las películas y la literatura a los habitantes de esta pequeña ciudad romana cuya vida palpitaba entre Nápoles y Sorrento, al pie de un volcán, el Vesubio, que muchos creían sin actividad.
Con más apego a la verdad, al borde del Golfo de Nápoles la ciudad era un imán para los hombres acaudalados, las mujeres poco honestas, los adolescentes pícaros, los comerciantes de vinos y alimentos y quienes prestaban servicios de masajistas, bañistas, baristas, además de uno que otro artista capaz de reproducir la belleza de los cuerpos humanos. De la obsesión por los atributos de hombres y mujeres han quedado testimonios en pinturas al fresco, esculturas y objetos de uso corriente. Es frecuente el encuentro ahí con dinteles en las casas en forma de falo, aditamentos para atar las bestias, mobiliarios urbanos, frescos y esculturas. Los pompeyanos de hecho adoraban al falo. La mayor parte de los vestigios hallados entre las ruinas de aquella alegre población han sido reunidos en el Museo de Arte Erótico de Nápoles.
A juzgar por los hallazgos arqueológicos en la zona la ciudad era tan alegre como organizada. Su estadio contaba con 20 mil localidades, la misma cifra que tenía de habitantes. Los baños decorados con sugerentes pinturas, las tabernas con sus jarras de vino, sus casas majestuosas con patios y jardines interiores, sus bien diseñadas vialidades empedradas dan cuenta de una sociedad entregada a la diversión pero también al orden y la disciplina, al comercio y la prestación de servicios turísticos.
Al pie del Vesubio la vida parecía serena hasta que al siniestro volcán le dio por hacer erupción. Se asume que la erupción que hundió en las sombras a la ciudad ocurrió alrededor del 24 de agosto del año 79. Fuertes temblores, grandes cantidades de vapores tóxicos, toneladas de ceniza, incesante lluvia de piedras y un flujo incontenible de lava pusieron en fuga a los aterrados pompeyanos. No hubo tiempo para ningún arrebato romántico o heroico como se han empeñado en describir el cine y la literatura.
El mejor cronista de la época, Plinio el Viejo, se apresuró a aproximarse en barco a la zona de la tragedia para prestar ayuda a las víctimas y recoger algunas notas para describir aquella jornada de muerte. Apenas pudo llegar a las cercanías. Una corriente de calor candente, gas, humo y ceniza acabó de inmediato con la vida del más notable cronista de su época. Su cadáver nunca fue encontrado.
Hoy, sin embargo, los científicos que trabajan en la zona dan brincos de alegría. Acaban de hallar casi con certeza el cráneo de Plinio el Viejo.