El 8 de enero de 2023 estaba en Brasilia.
No por casualidad. Vivía en São Paulo desde noviembre y había viajado a la capital. Ese domingo fui a la Plaza de los Tres Poderes por curiosidad, pero también por intuición: algo estaba por romperse.
Eran las tres de la tarde. Primero fue el sonido. Un murmullo grave, una oleada que no venía del cielo ni del suelo, sino de los celulares. Después, los cuerpos. Miles. Avanzaban sin prisa, pero con certeza. Bandera al cuello, celular en alto, transmisión activada. Nada de eso fue espontáneo.
Los policías no hacían nada. Los vidrios empezaron a ceder. Entraron al Congreso como si fuera suyo. A la Corte. Al Palacio. Golpeaban símbolos, no solo objetos. Y lo grababan todo.
No era fácil respirar ese aire con olor a gas y ficción.
Fue una ejecución, no un estallido. Lo que Brasil vivía ese día había empezado semanas atrás, en chats cifrados, en cadenas virales, en mapas logísticos compartidos desde antenas improvisadas. La toma fue presencial, pero su diseño fue digital. La tecnología no acompañó el golpe: lo facilitó.
Desde México, es fácil verlo como una rareza brasileña. Pero sería un error. La democracia ya no se tambalea solo con discursos. Se puede fracturar desde una red social mal moderada, desde una plataforma que prioriza alcance sobre verdad. Desde una decisión de diseño.
Hace unos días, Bolsonaro fue condenado por intentar subvertir el orden constitucional. La justicia hizo su parte. Pero la pregunta real es si los sistemas tecnológicos, sociales o políticos están preparados para el próximo intento.
Ese día, frente a la Plaza de los Tres Poderes, no hice nada importante. No filmé, no tuiteé, no opiné. Solo vi. Vi cómo el poder se volvía imagen. Vi cómo el miedo se organizaba. Y entendí que lo peligroso no era lo que ocurría en ese momento.
Lo peligroso era lo que venía después: la posibilidad de que el mismo guion se copie, casi sin editar, en cualquier democracia lo suficientemente polarizada y lo suficientemente conectada. El 8 de enero no fue solo un día en Brasilia; fue una demostración en vivo de cómo se ensaya un golpe en la era de las plataformas.
México no ha tenido su 8 de enero. Aún. Pero compartimos la mezcla incómoda: instituciones frágiles, conversación pública secuestrada por el enojo, sistemas digitales diseñados para premiar la indignación antes que la evidencia. No necesitamos un Palacio invadido para que la democracia empiece a vaciarse por dentro; basta con dejar que el conflicto se organice algorítmicamente y que nadie se haga responsable del diseño.
Ese “aún” del título no es una profecía. Es una advertencia.
La pregunta ya no es si puede pasar aquí, sino qué estamos dispuestos a cambiar, en la política, en las plataformas, en nosotros mismos, para que cuando alguien intente repetir ese guion en México, la historia no pueda decir que también lo vimos venir… y no hicimos nada.