Cada escritor esgrime, en su aventura expresiva, sus mejores armas retóricas. A Octavio Paz le encantaba el oxímoron (“unión ingeniosa de voces enemigas”). Los títulos de sus libros son elocuentes: El signo y el garabato, El mono gramático y, sobre todo, refiriéndose al Estado Mexicano: El ogro filantrópico. Gabriel García Márquez prefería las hipérboles.
Éstas llueven a pasto en Cien años de soledad. Y a Jorge Luis Borges le fascinaban las hipálages.
Esa deliciosa figura que entraña una permutación de adjetivos, una descolocación agradecible. El diccionario de la RAE aporta ésta: El público llenaba las ruidosas gradas. Y es que, en rigor, las gradas no son ruidosas, sino el público. Me parece más esclarecedora esta hipálage de estirpe clásica: “Iban oscuros los frailes en la noche pensativa”. En lugar de “Iban pensativos los frailes en la noche oscura”.
Entre las hipálages acuñadas por Borges recuerdo “El hondo cuchillo de pedernal” y “El alcohol pendenciero”, pero ninguna como la que destella en el umbral del soneto dedicado a Baruch Spinoza, el filósofo panteísta: “Las traslúcidas manos del judío/labran en la penumbra los cristales”.
Como sabemos Spinoza se buscaba la vida labrando/puliendo cristales para instrumentos astronómicos (entre otros para su camarada Christiaan Huygens). ¿Por qué es una hipálage genial? Porque el adjetivo pertenecía de manera natural a los cristales (translúcidos), mas Borges se lo endilga a las manos que son translúcidas desde la perspectiva filosófica spinozista: la res pensante y la res extensa se abrazan y las manos dejan pasar la luz porque su sustancia sólida, impenetrable, se reblandece ante el amor de lo etéreo. Jorge Luis Borges: el rey de las hipálages.
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