Tanto en la mitología griega como en la romana estaba presente la figura de las furias, por ejemplo, Tisífone, quien era la responsable de castigar a quienes rompían los límites de la buena conducta.
En nuestro país, la violencia contra las mujeres ha despertado a las furias. En lo últimos diez años, según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, 23 mil mujeres han sido asesinadas, dejando huérfanos a más de tres mil niños. Aunado a ello, en México cada hora son violadas cuatro mujeres. Si a esto le sumamos la inequidad laboral y la falta de paridad, no enfrentamos al saldo acumulado de siglos de injusticia, de violencia y en cierta forma, de invisibilidad de la agenda feminista.
Estos datos y conductas confirman lo obvio, México es un país machista, incapaz de ofrecer a las mujeres un mínimo de seguridad, paz y un piso parejo para desarrollarse.
Los avances que se han dado en la materia no logran revertir las condiciones en que viven, compiten y desarrollan las mujeres. La creación de instituciones, la promoción de políticas públicas, la difusión permanente de campañas, la irrupción de distintos colectivos y grupos, la presencia permanente de activistas y militantes de la agenda feminista tanto en medios, como en las redes, no consigue revertir la violencia.
En ese contexto, llama la atención el mal manejo que dos mujeres que le dieron a las protestas de grupos feministas por la violación de una adolescente, en la que se señaló como responsables a cuatro policías de la ciudad de México.
La gobernadora y la procuradora de la CDMX, dieron una cátedra de insensibilidad y de falta de empatía que terminó por enfurecer más a las mujeres, no solo de la capital, sino de todo el país.
Minimizar la protesta y peor aún, descalificarla reduciéndola a un acto de “provocación” fue un error imperdonable y marcará a la administración de Claudia Sheinbaum. El segundo error, corre a cargo de los medios de comunicación y de los estrategas de comunicación del propio gobierno al intentar desviar la atención de la protesta para darle más peso al “vandalismo”.
La paz, la seguridad y la justicia son el mayor bien público que debemos preservar. Confundir el daño patrimonial, reparable, con el daño que ocasiona el ultraje físico y psicológico de una violación, de un acto de acoso o del abuso que un hombre puede infringirle a una mujer sin su consentimiento, no tiene punto de comparación.
Detener la violencia en contra de las mujeres debería ser una prioridad de Estado, pero ojo, no su responsabilidad exclusiva. El Estado debe convocar a una revisión de las circunstancias que hacen posible que un niño se transforme en un hombre que violenta a una mujer. El despertar de las furias, no solo se justifica ante la pasividad de las autoridades y la indolencia de los hombres, el país lo necesita; la violencia y la impunidad son su gasolina.
El desafío es del tamaño de una revolución cultural ¿cómo pasar de una sociedad estructuralmente machista a un Estado de justicia, de paz, de equidad, de paridad? ¿Cómo romper de raíz las prácticas que favorecen la cultura machista?
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