Entramos en el último acto de la mitología mesoamericana sobre Venus, tal como anuncié la semana pasada.
Esta última parte de la serie narrará el esplendor, la caída y el destierro de Quetzalcóatl.
Cuenta Fray Bernardino de Sahagún que Quetzalcóatl era feo, de cabeza larga y barbado.
Reinaba en la ciudad que ahora llamamos Tula, en Hidalgo. Era feo, posiblemente, porque venía de otras tierras.
Habitaba un templo muy alto y con muchas gradas, tan angostas que no cabía un pie.
Su efigie lo representaba echado en el suelo, una escultura que siempre permanecía cubierta con mantas.
Sus vasallos eran maestros en las artes mecánicas. Habían construido una ciudad magnífica.
Las casas eran verdes, edificadas con ladrillos de jade, turquesa, serpentina o incluso cuarzo verde.
Otras eran enteramente de plata, o de concha colorada y blanca. Aunque también había casas de madera y de plumas finas.
La región era muy fértil. Producía maíz en abundancia, calabazas gordas y cañas larguísimas.
Cultivaban allí un tipo de algodón que reflejaba la diversidad cromática de la ciudad.
Burbujeaba en copos rojos, amarillos, morados, blanquecinos, verdes, azules, negros, cafés, anaranjados y, por si fuera poco, leonados.
Había criaderos de aves con plumas finas y colores sagrados. El colibrí azul brillante o esmeralda se asociaba con la luz del día, el fuego celeste y Venus.
El quetzal, de plumaje verde iridiscente y cola larguísima, era la imagen misma de la Serpiente Emplumada. Y el quechol o flamenco rojo representaba la sangre, el sacrificio, y a Venus como estrella de fuego.
Además de estas aves y otras de canto dulce y suave, se alzaban los árboles rojos, verdes, negros y blancos de cacao.
Aquellos antiguos toltecas eran ricos y no les faltaba cosa alguna. Habían desterrado el hambre.
Incluso, no tenían que comerse las mazorcas, sino que con ellas calentaban los baños como si fueran leña.
Pero la envidia y la traición crecieron alrededor de Quetzalcóatl y su reino.
Tres hechiceros lanzaron su oscura magia contra la gloria colorida del monarca emplumado, quien cayó enfermo misteriosamente.
El primero de aquellos nigromantes fue Titlacaoan, cuyo nombre significa ‘Señor de las Voluntades’ o ‘El que tuerce a los hombres’.
Por medio de conjuros se convirtió en anciano, y bajo esa forma llegó a la casa de Quetzalcóatl.
—Quiero ver y hablar con el rey —les dijo a sus sirvientes.
—Vete de aquí, viejo, que no lo puedes ver porque está enfermo, y lo dejarás enojado y con pesadumbre.
Pero el viejo insistió, y así, pasado un rato, Quetzalcóatl mismo le dijo:
—Estoy muy indispuesto y me duele todo el cuerpo; las manos y los pies no puedo moverlos.
Y el viejo respondió:
—Señor, traigo una medicina para ti. Es muy buena y saludable, y se emborracha quien la bebe.
Puedes tomarla y así se ablandará tu corazón, recordando los trabajos y fatigas de la vida y la muerte.
Y Quetzalcóatl, afligido ya no solo por la enfermedad, la melancolía y los años, sino por el hechizo de aquel nigromántico, confesó:
—¡Oh, viejo! ¿Adónde me he de ir? —como diciendo, ¿cuál es mi camino?, ¿tiene sentido quedarme aquí?, ¿a dónde pertenece mi ser?
Lo dijo sin rabia, sin fuerza. Casi vencido, como un hombre (y no un rey o un dios) que busca su destino en medio de la bruma. ¿Qué hará Quetzalcóatl?
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