Si no hay más remedio, entre la ley y la justicia se debe optar por la justicia. Mejor dicho: según las circunstancias, casi siempre se debe optar por la justicia. Y por supuesto, lo interesante son las circunstancias. En el caso de la legislación racial del nacionalsocialismo, por ejemplo, optar por la justicia, contra la ley, era un acto de civismo indudable —nadie diría hoy que hubiese sido preferible que cumpliesen con la ley los pocos que se atrevieron a desafiarla. Y lo mismo vale para quienes ayudaban a huir a los esclavos en el sur de Estados Unidos. En esas circunstancias, no hay mucha discusión. Esos casos importan, porque ofrecen un término de comparación.
La distancia entre la ley y la justicia es insalvable por la sencilla razón de que corresponden a distintos campos semánticos: el de la ley es un lenguaje técnico, con todas las virtudes y defectos que eso implica, y el de la justicia es un lenguaje moral. Por supuesto, aspiramos a que las leyes sean justas, pero es imposible que cubran todos los casos, de modo que siempre podrá suceder que una decisión perfectamente legal nos parezca también injusta; pero es eso: nos parece injusta, y ese parecer es opinable.
Es posible precisar un poco. Según el caso, romper la ley es también cometer una injusticia, puesto que a ella se atienen otros; es decir, que la ley puede ser injusta, pero la ilegalidad también —por más que uno tenga ánimo justiciero. Por eso hace falta una razón de peso, definitiva, para optar por la justicia en contra de la ley. Dicho de otro modo, sólo se justifica en casos de fuerza mayor: no puede ser algo cotidiano, repetido, no puede ser en situaciones dudosas, y desde luego no puede ser mientras haya alguna alternativa que no sea la infracción. Pero hay algo más. Quien opta por la justicia, contra la ley, afirma la superioridad de un imperativo moral susceptible de ser argumentado, pero no se pone él mismo por encima de la ley, y eso significa que tiene que estar dispuesto a padecer un castigo —su opción implica un riesgo claro, patente.
Todo lo anterior reza para los ciudadanos comunes y corrientes, pero no para la autoridad. Los únicos que no pueden, bajo ninguna circunstancia, optar por la justicia contra la ley son los funcionarios y representantes del Estado. Porque las leyes se dictan precisamente para ponerles límites, para evitar la arbitrariedad del poder público. En todo momento, las autoridades están obligadas a cumplir la ley —también las que les parecen injustas, también las que impiden el pleno despliegue de su bondad. Actuar por encima de la ley, con la garantía de hacerlo impunemente, desde el poder, no es un acto justiciero, sino tiránico, por muy buenas intenciones que se tengan. Y desde luego, la tiranía puede ser muy popular, lo ha sido en muchos casos, de Julio César a Luis Napoleón, pero es lo que es, y conviene llamarla por su nombre.
El diputado Mier, hablando por la mayoría, ha afirmado de manera beligerante que el movimiento de regeneración no acepta someterse a la ley; puesto en blanco y negro, aspira a ejercer un poder tiránico. El problema no es el nombre, pero importa, y está bien tenerlo claro.
Fernando Escalante Gonzalbo