Hay una afinidad natural entre las fuerzas armadas y la idea de regeneración, en todas partes. Al ejército le sientan bien las metáforas biológicas. El 13 de septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera publicó en Barcelona un manifiesto para exigir la disolución del gobierno, en nombre de quienes “no ven para [España] otra salvación que liberarla de los profesionales de la política”, responsables del “cuadro de desdichas e inmoralidades” que amenazan a la nación “con un próximo fin”. Las mismas notas aparecen una y otra vez: las fuerzas armadas reaccionan ante la corrupción, movidas solo por amor a la patria. El general Pinochet, en septiembre de 1989, explicaba que las fuerzas armadas se habían visto “ante el deber insoslayable de asumir tareas esenciales”, inspiradas “sólo en los altos valores de la patria”. Algo parecido había dicho el general Videla en Argentina el 7 de julio de 1976: el ejército estaba dedicado a “la recuperación de los valores esenciales de la Patria y el afianzamiento de sus instituciones a través del orden, la moral y la autenticidad”. En la misma clave, nuestro general Sandoval ofrece al Ejército mexicano “para cualquier tarea en favor de México y su pueblo”.
Parecen partes de un mismo discurso, porque lo son. Como cualquier institución cerrada, el Ejército desarrolla siempre un espíritu de cuerpo que lleva a los militares a valorar sobre todo lo que los distingue del resto de la sociedad: miran con un desprecio indisimulado a los civiles, que son por definición débiles, cobardes, corruptos, ambiciosos; y por eso mismo los soldados se hacen una idea desmedida de su propia importancia —y de sus virtudes.
Las fuerzas armadas son siempre “parte del pueblo mismo”, decía Pinochet, y cuentan con “la solidaridad de la ciudadanía”, decía el Almirante Emilio Massera en Argentina, en 1977. Pero se distinguen por sus virtudes. Según el general Sandoval, secretario de la Defensa: “nos regimos por los valores de lealtad, deber, disciplina, honor, patriotismo, valor y respeto a las libertades”; algo muy parecido a lo que decía el general Franco a los oficiales de la academia de Zaragoza en 1931: “habéis de ser paladines de la lealtad, la caballerosidad, la disciplina, el cumplimiento del deber y el espíritu de sacrificio por la patria”.
No hay motivo para sorprenderse por lo que dijo el almirante Ojeda, secretario de Marina, hace unos días: “México carece de servidores públicos honestos, por eso tenemos este problema de una alta corrupción”. Los civiles, como sabemos desde siempre, son débiles, inmorales. A diferencia de los efectivos del Ejército y la armada, porque “a través de nuestras escuelas... creamos hombres y mujeres con valores, con principios, personal que tiene una ética profesional”. El elogio de los militares implica necesariamente un contraste: “la gran diferencia entre nosotros y muchas otras instituciones es que nosotros no podemos darnos el lujo de tener malos elementos”. La gran diferencia. Por eso tienen que hacerse cargo de casi todo.
Afortunadamente, alguien ha encontrado un diccionario (¡y en inglés!) que dice que la militarización es otra cosa.
Fernando Escalante Gonzalbo