Apareció hace unos días en la New York Review of Books un extenso artículo sobre la masacre de Iguala. Firmaba Lauren Markham un comentario de los libros de Anabel Hernández, Tryno Maldonado y John Gibler: un texto admirable, por la capacidad de la autora para asimilar los usos de la prensa nacional.
Para empezar, pone el contexto: “En México hay una larga historia de aplastar a la disidencia, sobre todo la de los estudiantes” (crushing dissent). Basta con eso, sus lectores ya saben qué pasó en Iguala: estudiantes disidentes fueron aplastados. No hay para qué complicarse la vida con la historia de los últimos treinta, cuarenta años, la transición democrática, a los lectores les basta con saber que en México se aplasta a los estudiantes —porque así se entiende todo mucho mejor.
El ejemplo que le viene a la memoria es, por supuesto, Tlatelolco. En México se aplasta a los estudiantes disidentes: por ejemplo, en Tlatelolco. Y conforme a los usos de la prensa mexicana, consigue que todo resulte dudoso: hay quienes dicen que cientos de muertos, otros que veinte, otros que nadie, unos documentos dicen que 42, pero “cientos de familias han denunciado que sus hijos desaparecieron”. No hay por qué valorar las fuentes, pensar, cotejar nada, es más fácil ponerlo así: unos dicen, otros dicen, dizque cien, dizque más, ¡quién sabe! Después de todo, es México. Eso sí, han denunciado cientos de familias.
Se hace cargo de la masacre de Iguala con el mismo ánimo. Relata la agresión de los policías (dice: “policías locales, estatales, federales y el Ejército”), el secuestro, y dice que en la plaza principal de Iguala quedaron dos estudiantes muertos, y que “se encontraron más cuerpos a lo largo de la carretera”. No ofrece más detalles, ¿para qué? Podría referirse a las otras tres víctimas que conocemos, pero la imagen de los cuerpos, imposible contarlos, tirados en una carretera es mucho más conmovedora. No hay por qué sacrificarla en aras de la exactitud. Después de todo, es México.
Para explicar lo que sucedió aquella noche dice que los autobuses transportaban droga (a la mexicana: “¿podrían los estudiantes haber tomado por error un autobús lleno de heroína?”). Pero también dice que la masacre fue una “operación coordinada” para “proteger intereses de alto nivel”. Y también dice que el gobierno vigilaba a los normalistas porque le preocupaba su “activismo”. No se sabe nada.
En lo que todos coinciden, dice, es en que “la responsabilidad por la muerte y la desaparición de los estudiantes llega a los más altos niveles del gobierno”. Por coquetería, no pone los nombres, pero “los más altos niveles” en ese contexto son el presidente, los secretarios de Gobernación, Defensa y Marina, y el procurador general: responsables de la muerte y desaparición de los estudiantes —sin duda, dice Lauren Markham. Y el editor lo deja pasar: es México.
No falta una nota de color. Cita a Maldonado, que se pregunta ¿cómo podía el presidente Peña Nieto pagar trajes tan caros? Entonces se acuerda de que en el juicio del Chapo se dijo que le había pagado 100 millones de dólares. Todas las piezas caen en su sitio. Eso es periodismo, y lo demás, buñuelos de viento.