Desde hace mucho, la prensa mexicana se presta con toda naturalidad para ser portavoz del terrorismo (seamos justos, no toda). Los artículos de opinión, los editoriales, incluso la redacción de las noticias se hacen eco de un impreciso consenso que pasa por ser de izquierda o algo así y que encuentra justificación para cualquier atentado, bajo la bandera que sea, siempre que tenga como objetivo a los países europeos o Estados Unidos. En principio, podría parecer un automatismo residual de la historia patria, mezclada de entusiasmo guerrillero: Hidalgo, Zapata, el Che Guevara, pero tiene que ser algo más profundo, más apremiante, más sentido, porque los movimientos étnicos inspiran la misma simpatía que el integrismo religioso.
El mensaje, repetido hasta el aburrimiento, sigue siempre la misma fórmula. A veces hay una condena protocolaria, distanciada, a veces solo una descripción sumaria del atentado, e inmediatamente después un pero. En ese pero está todo. Porque abre la puerta para la explicación, siempre la misma, y resulta que las verdaderas víctimas son los asesinos —y hay que darles la razón, y todo lo que pidan, porque se han visto obligados a matar.
El ejemplo más reciente es la reacción ante los atentados en Francia: el asesinato del profesor Samuel Paty, el del sacristán y dos feligreses en la catedral de Niza. Para empezar, se busca alguna expresión lo bastante aséptica para que el lector pueda situarse en un lugar equidistante: con frecuencia no se habla de asesinatos, sino tan solo de “personas muertas”, que tiene un aire de enjundiosa objetividad periodística, también hay quienes se rehusan por sistema a hablar de terrorismo, o ponen la palabra entre comillas, para que se entienda que es una etiqueta infamante. Y de inmediato se advierte del verdadero peligro que es la “islamofobia” o algo parecido, es decir, que la extrema derecha use los atentados como pretexto para atacar a los inmigrantes (como si la extrema derecha necesitase pretextos). Por eso se evita decir que los asesinos fueron tunecinos, inmigrantes, islamistas —o se evita llamarlos asesinos. A esas alturas, solo hablar del atentado es haberse colocado junto a la extrema derecha.
A continuación aparece siempre el verdadero culpable. En este caso, el Estado francés —en realidad, los franceses todos. Esta vez nuestros medios le han reprochado al presidente Emmanuel Macron que llamase a defender los valores franceses, en lugar de procurar congraciarse con los asesinos (se dice: calmar las tensiones). En lugar de defender, no sé, los valores iraníes o sauditas, y atender a las verdaderas causas de la violencia. Ese pantano moral es lo que hace falta para transmitir el mensaje de los terroristas: el origen de “la situación” no es el fundamentalismo, no la política de los países islámicos, sino el colonialismo de los últimos cinco siglos. Ya está: el asesino de Niza, como los demás, es una víctima que se defiende del colonialismo. La culpa es de los franceses. Y nos hemos acostumbrado a decir que esa mezcla de miserabilismo y resentimiento es de izquierda —peor: que eso es la izquierda. Es triste.