Política

El vacío

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Recep Tayyip Erdogan, el presidente de Turquía, da dos o tres discursos al día, y su magnetismo depende en buena medida de eso: a medias sermones, a medias arengas para encender el ánimo de los suyos, para insultar a los opositores; en su lenguaje, quienes participan en las manifestaciones de protesta son maleantes, saqueadores, alcohólicos que beben hasta vomitar. Amenazador, burlón, histriónico: para sus partidarios, “auténtico”. Igual que el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, que se burla de los estudiantes que se manifiestan en su contra: son ignorantes, no saben ni la fórmula del agua, están siendo utilizados por una minoría mañosa; y los suyos festejan cuando promete acabar con el cáncer que son las ONG, cuando amenaza a un periodista con partirle la boca a puñetazos. Es el estilo del presidente Trump, que normalmente prefiere el sarcasmo: el New York Times es un pasquín fracasado, la presidente del congreso es “Nancy la loca”, la senadora Elizabeth Warren es “Pocahontas”, y así el resto. En una vena similar, como ministro del interior italiano, Mateo Salvini podía amenazar con arrasar la casa de un “gitanaca” —por si hiciera falta, ha explicado: “yo hablo así porque soy como ustedes”. Y los suyos entienden. Aplauden.

El estilo es característico del nuevo siglo. La novedad se advierte sobre todo en el lenguaje, y no hace falta una exégesis elaborada porque no hay nada oculto: todo está a la vista, y significa exactamente lo que significa.

Es novedad que desde el poder se insulte, se humille, se amenace cotidianamente a una parte de la sociedad, es novedad el sarcasmo, la burla, es novedad también la vulgaridad del lenguaje. Y no es trivial. No es solo un estilo de liderazgo, no se trata de que sean más desenfadados o más populares: es una forma de ejercer el poder que no reconoce ninguna obligación para con quienes no son sus partidarios; la vulgaridad del lenguaje sirve para hacerlo explícito, dice que se entienden como jefes de una pandilla y van a quedarse con la calle, solo porque pueden. A los otros no se les debe ni la cortesía.

La obscenidad, la caricatura grosera, la vulgaridad suele ser un recurso plebeyo para desacralizar el mundo oficial: instituciones, reglas, títulos, protocolos. En boca de quienes detentan el poder público, cuando son los que mandan los que se burlan de las formas, esa desacralización implica desconocer el sistema de convenciones que les ponen límites. Significa desconocer los límites. O decir que son irrisorios. Es una nueva forma de ejercicio del poder: en el momento en que es posible hablar así, insultar, humillar a una parte de la población, el Estado como tal ha dejado de existir, y lo que queda es una banda —numerosísima, popularísima: una banda. Acaso el último avatar de las formas políticas modernas.

Es un lenguaje al que no le falta claridad. Al contrario: es absolutamente transparente, ostentosamente transparente. Pero le falta horizonte, porque de ahí no se sigue nada. De Bolsonaro, de Trump, no se sigue nada. Y por eso se suele añadir una invocación más o menos delirante de la historia para llenar de algún modo el vacío. Es lo que hay: el vacío.

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Fernando Escalante Gonzalbo
  • Fernando Escalante Gonzalbo
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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