Si se ve con los ojos de la secretaria de Gobernación, lo ocurrido este jueves en Culiacán, Sinaloa, no es nada nuevo: fuerzas del Estado enfrentándose a criminales; los primeros con poca organización táctica y desconocimiento del terreno, los segundos con arraigo y armamento digno de milicia insurgente.
Lo distinto de ayer frente a otros eventos que involucran a Ejército, Marina o Guardia Nacional, son dos cosas. La primera, la magnitud del fracaso. Si en efecto las Fuerzas Armadas iban a detener a Ovidio Guzmán, jamás calcularon la complejidad de un escenario como el de Culiacán. No es igual detener a alguien en una zona rural que en una urbana. El riesgo tomado el jueves no sólo fue innecesario, sino temerario y catastrófico. Terminó con saldo bajo de vidas porque el Estado, ése que según Max Weber debe tener monopolio de la violencia para poder existir, se replegó.
La segunda –vinculada a la primera– es el spin de comunicación que se le intentó dar al desastre. El gabinete de seguridad y el presidente presentaron lo sucedido como un acto de sensatez absoluta. Había que liberar a Guzmán y replegarse por salvar vidas, dijeron, pero omitieron lo fundamental: lo hicieron por su insensatez previa. No fue una victoria pírrica, fue una derrota absoluta.
Culiacán nunca debió de haber sucedido. Y la consecuencia será de larga duración: en un sexenio que apenas comienza, el jefe de Gobierno, también jefe del Estado, ha capitulado ante organizaciones que entienden la vida como guerra perpetua.
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Esteban Illades