Hace un cuarto de siglo tuve el honor de colaborar en el primer número de Letras libres y durante diez años escribí una columna donde trataba cualquier tema sin cortapisas, aunque muchas veces el carácter provocador de mis artículos desentonara con el resto de la orquesta. Advertí desde entonces que por el simple hecho de tener esa tribuna me había ganado una buena cantidad de adversarios ideológicos furibundos. Auspiciado ahora desde la presidencia de la república, ese odio se ha vuelto una campaña de intimidación fascistoide, sufragada con dinero público en las redes sociales. ¿Por qué ofende tanto a los resentidos profesionales una revista cuyo único pecado ha sido aportar elementos de juicio para entender el mundo contemporáneo? ¿Es un crimen combatir a las tiranías que enarbolan ideales igualitarios, difundir las humanidades, ejercer a fondo la crítica de las artes y tender puentes entre las literaturas de América Latina, divorciadas en gran medida por las políticas miopes de los grandes grupos editoriales? ¿No necesita el país una publicación así?
Desde luego, Letras libres ha sostenido muchas de las causas que Octavio Paz defendió en Vuelta, y heredó también su plantilla de colaboradores, pero hay diferencias importantes entre ambas revistas. En el sexenio de Salinas, Paz olvidó sus ideales democráticos y apoyó con firmeza a un presidente que llegó al poder por la vía del fraude electoral. Eso le dio argumentos a los enemigos de Vuelta, pero buena parte de la clerecía universitaria detestaba a Paz por su mayor virtud cívica: decir verdades amargas que mucha gente no quería oír. En la década de los 70, cuando las facultades de la UNAM eran pequeños soviets, denunciar la supresión de las libertades públicas en la colonia penitenciaria de las Antillas significaba exponerse a la rechifla casi unánime del público estudiantil. Pero Paz mantuvo sus opiniones impopulares, aunque eso le reportara, tal vez, una significativa pérdida de lectores.

Las afinidades literarias fueron la principal argamasa de Vuelta, porque Paz tenía madera de caudillo y dirigía la revista como un chef d’ école al estilo de André Breton. Su espaldarazo era muy codiciado en aquellos años, en especial por los poetas (en mi cuento “La vanagloria” mostré los efectos de sus edictos reales en el estado llano de la república literaria). La consagración por dedazo puede ser justa cuando el ungido refrenda su valor ante el público, pero los benjamines de Vuelta prescindían de ese requisito, investidos de una autoridad pontificia que les granjeaba, de paso, importantes canonjías en la burocracia cultural. Por haberme burlado de ellos en El miedo a los animales, Cristopher Domínguez me soltó una andanada de injurias. Le quedaba el saco y se lo llevó puesto.
Por ser historiador, Enrique Krauze no pretende imponer un canon literario ni ha tenido injerencia en las instituciones culturales públicas. Los colaboradores de Letras libres gozan del prestigio que se han ganado por su cuenta, pero, además, la revista tiene una nómina de colaboradores mexicanos y extranjeros mucho más amplia que la de Vuelta, no sólo porque aparece simultáneamente en México y España, sino porque su edición en línea brinda un escaparate a los escritores jóvenes. Mantiene, por supuesto, criterios de calidad que pueden lastimar a los rechazados, pero si la revista desapareciera de la noche a la mañana, como desea el supremacismo chairo, nuestra vida cultural se moriría de anemia.
La supervivencia de Letras libres no ha sido fácil en los últimos años. Obligada a reducir costos porque el presidente le retiró de golpe toda la publicidad gubernamental, ha seguido en pie gracias al respaldo de sus lectores. Lo más vergonzante de esta ofensiva depredadora, lanzada también contra Nexos, es su afán de reemplazar el debate intelectual por la propaganda. Para competir en buena lid con las publicaciones que sataniza, el gobierno pudo crear una revista donde los escritores afines al régimen difundieran sus ideas, si acaso las tienen. Una competencia de ese tipo quizá beneficiaría a los lectores. Pero no ha sucedido así, tal vez porque la dictadura en ciernes quiere vencer sin convencer. Por algo corteja tanto a los militares. Su embestida contra la imaginación y el conocimiento, digna del general franquista Millán Astray, intenta destruir las revistas existentes sin ofrecer alternativas al público. Morena no está en contra de la cultura burguesa: pisotea la cultura en general. Desde su llegada al poder impuso la ley del machete en las universidades públicas y en los institutos de educación superior, como si la excelencia académica fuera un cáncer. Pero gracias a revistas como Letras libres, el espíritu crítico seguirá enfureciendo a los promotores de la ignorancia.