
Las escenas apocalípticas que hemos presenciado en la última quincena, la más trágica en la historia de Acapulco, se asemejan a los castigos bíblicos impuestos a las tribus de Israel que dieron la espalda al creador para adorar al becerro de oro. Los vientos huracanados de Otis destrozaron un puerto caído en desgracia desde muchos años atrás, como si la ira de Dios quisiera cobrarnos, con extrema crueldad, nuestro fracaso para sostener en pie emporios turísticos con un mínimo de justicia social y respeto a la naturaleza. Desde los años dorados de Acapulco, la literatura mexicana profetizó que en algún momento las fuerzas naturales podían imponernos ese justo castigo. En una colección de poemas en prosa que casi nadie ha leído, Acapulco en el sueño, publicada en 1951, Francisco Tario presintió ese peligro: “Uno diría de este hipnótico, fosforescente y sensual Acapulco que es el vértice de todas las fuerzas caóticas de la naturaleza. El ángulo, o mejor, la arista donde concluyen las concesiones terrenas y dan comienzo todos los disparates cósmicos”.
Pero antes de que los disparates cósmicos arrasaran el paraíso terrenal, los escritores mexicanos advirtieron el carácter simbólico de su proceso degenerativo, empezando, desde luego, por José Agustín, el acapulqueño más ilustre de nuestra república literaria. Durante muchos años, el máximo anhelo erótico de cualquier chilango fue ligarse a una gringa en la playa de la Condesa y de ser posible, padrotearla sin misericordia. El descenso al infierno de Rafael y Virgilio en Se está haciendo tarde, con su trágico final en la laguna de Coyuca, exhibía con tintes grotescos el complejo de inferioridad subyacente a ese ideal donjuanesco, y de paso, el despeñadero en que estaba cayendo la revolución juvenil empezada pocos años atrás. La belleza natural profanada por la neurosis autodestructiva es quizá el personaje protagónico de esta gran novela.
En Dos horas de sol, escrita veinte años después, cuando Acapulco ya estaba en franca decadencia, José Agustín retrató con ácido humor la vida nocturna del puerto, donde habían proliferado los antros de table dance. Salinas de Gortari acababa de inaugurar la Autopista del Sol, pero el tiempo nublado y las atmósferas deprimentes de la novela diagnostican el mal incurable de un edén moribundo que intentaba reverdecer laureles, ahora como meca de la prostitución. Los dos protagonistas cuarentones de la novela van a Acapulco en busca de las legendarias orgías playeras que alguna vez gozó la juventud a gogó de los años sesenta, pero sólo consiguen venirse en los pantalones cuando una teibolera se les monta encima.
Para entonces, los gobiernos corruptos del PRI, en complicidad con los hoteleros, habían convertido ya la bahía más hermosa del mundo en un vertedero de aguas negras. Carlos Fuentes fue un asiduo visitante de Acapulco en su juventud y esa atrocidad no podía dejarlo indiferente. A mediados de los ochenta rebautizó el balneario con un nombre certero, Cacapulco, que ponía el dedo en la llaga, o más bien, en la mierda. Los escritores de las nuevas generaciones han recogido con talento la estafeta de sus predecesores, ahora con el ánimo de hurgar en las entrañas de un monstruo. Quien lea “Acapulco Timeless”, la estupenda crónica de Julián Herbert incluida en su libro Ahora imagino cosas, entenderá por qué han fracasado una y otra vez los intentos por revertir el deterioro del puerto. Las políticas laborales de la industria hotelera, que sólo ofrecen contratos temporales a sus trabajadoras en las temporadas altas, y los condenan a la miseria en las bajas, fue llenando de ninis y vagabundos el anfiteatro de la bahía a partir de los años 90. “Pienso en esto a contraluz de los años —apunta Herbert— y me pregunto cómo es posible que los ejecutivos hoteleros no hayan imaginado que este tipo de prácticas acabarían en lo obvio: despeñando a un sector de la fuerza laboral en brazos del crimen”. El saqueo de cajeros automáticos y tiendas departamentales, orquestado con rapidez unas horas después de la catástrofe por las bandas criminales que se disputan el control de Acapulco, pudo haberse incubado desde que la industria hotelera redujo costos de una manera tan abusiva.
El sueño dorado de mi niñez era ir de vacaciones a Acapulco. Pocas veces lo realicé porque mi familia no salía de la ciudad a menudo. Al ver el desolador paisaje de la Costera, con camiones de cabeza, montañas de escombros y palmeras arrodilladas, el niño que fui sintió una revoltura de tripas. Nada hermoso puede perdurar en el reino de la rapiña. La naturaleza se cobró de golpe todas las agresiones en su contra, para despojarnos de un paraíso que tal vez nunca nos merecimos. La profecía encerrada en las obras literarias sobre Acapulco tuvo un cabal cumplimiento en el siglo XXI.