
Durante mucho tiempo el Ejército mexicano ejerció un derecho de veto para prohibir la exhibición de películas que sacaran a relucir sus atrocidades, aunque los personajes aludidos en esos filmes no aparecieran con sus verdaderos nombres y hubieran dejado sus cargos muchos años atrás. La versión cinematográfica de La sombra del caudillo, realizada por Julio Bracho en 1960, estuvo mucho tiempo enlatada porque se atrevió a señalar con el dedo a los generales involucrados en la matanza de Huitzilac. El gobierno de Zedillo la descongeló a mediados de los 90, cuando ya no podía herir ninguna susceptibilidad. Idéntica suerte corrió La guerra santa de Carlos Enrique Taboada, una película sobre la guerra cristera que la quisquillosa autoridad militar vetó en el sexenio de López Portillo.
Gracias a la libertad de expresión conquistada por la sociedad mexicana tras arduas batallas en la prensa y en las calles, la censura pretoriana ya no puede impedirnos ver películas que muestran las úlceras del Ejército. Hace unos años conmocionó a la opinión pública el excelente documental Mirar morir de Témoris Grecko, una lúcida y valiente denuncia del contubernio entre narcos, policías y militares que tuvo un trágico desenlace para los normalistas de Ayotzinapa. A finales de septiembre se estrenó una película de ficción que disecciona otra metástasis del mismo cáncer: Heroico, de David Zonana. Basada en historias narradas por cadetes desertores del Colegio Militar, Heroico narra la historia de Luis Núñez, un muchacho pobre que se enrola en el Ejército para garantizar la atención médica de su madre, enferma de diabetes. Sojuzgado por el jefe de su pelotón, el sargento Eugenio Sierra, un tiranuelo engreído por su pequeño poder, que los fines de semana hace “trabajitos” para el crimen organizado, Luis tiene que ingresar por la fuerza a su banda de sicarios.
La perturbadora belleza visual del filme, narrado desde la conciencia de Luis, subraya los aspectos más oprobiosos de su descenso al infierno. Hace mucho que no veía en el cine mexicano una fotografía de esa calidad. La magistral actuación de Fernando Cuautle en el papel del sargento corruptor añade a la película un toque de perfidia mefistofélica. El director aprovecha muy bien el anfiteatro del Centro Ceremonial Otomí de Temoaya (inspirado en la arquitectura prehispánica, como las instalaciones del Colegio Militar) para crear una atmósfera de pesadilla, convirtiendo la explanada y las estructuras piramidales que la circundan en el escenario de un sacrificio humano: el del muchacho triturado por la maquinaria de la obediencia.
Para mi gusto, el guion cojea por un exceso de escenas oníricas. Llega un momento en que el público ya no sabe si las cosas suceden de verdad o el protagonista las está soñando, y esto le resta valor dramático a una película que hubiera tenido mayor impacto con una clara delimitación entre la realidad y el delirio. En su afán por lograr fulgurantes efectos de ilusionismo, Zonana desfigura demasiado la trama. Había otras maneras de mostrar el derrumbe psicótico del protagonista sin confundir al espectador. De cualquier manera, la valía del filme radica en su retrato expresionista de un mundo hermético, desconocido para la mayoría de los civiles, donde se gesta un tumor maligno de nuestra vida pública. Es imposible verla sin sentir escalofríos, pues la amenaza personificada por el sargento Sierra quizá esté cobrando víctimas todos los días en un país donde se difumina cada vez más la frontera entre el hampa y las fuerzas del orden.
La película llegó a la cartelera en el mejor momento, pues el gobierno que pudo haber exigido al ejército una rendición de cuentas y una purga de manzanas podridas ha optado por exonerarlo de todos sus delitos pasados y presentes, defendiendo a capa y espada el honor impoluto de una institución situada por encima de la ley desde el golpe de Estado que derrocó a Venustiano Carranza. Ni ese pecado original ni las múltiples tropelías cometidas desde entonces por la cúpula militar han tenido consecuencias penales para ningún general importante. Mientras prevalezca esa impunidad, el fascismo embrionario denunciado por Heroico seguirá ensanchando sus cotos de poder (más aún si el gobierno sigue otorgándole canonjías). Los Zetas no fueron un fenómeno excepcional: muchos otros militares de élite pueden haber seguido sus pasos al amparo de la secrecía que los arropa. Zonana y su estupendo grupo de actores, la mayoría ex cadetes del Colegio Militar, tuvieron el mérito de mentar la soga en casa del ahorcado. Actos de valor civil como el suyo hacen mucha falta en un país estrangulado por la violencia, donde la fuerza política más lastimada por la represión militar ahora la encubre con argumentos falaces.