
El arranque de la precampaña electoral parece indicar que ninguna de las dos candidatas a la Presidencia quiere explotar las fobias del electorado. Es un alivio constatarlo, porque la propaganda oficial lleva cinco años sembrando cizaña todos los días. Por lo visto, Claudia Sheinbaum no comulga con la estridencia de López Obrador, ni considera necesario explotar el odio al adversario ideológico. Tampoco Xóchitl Gálvez pretende azuzar a sus huestes con proclamas incendiarias. No sé si esta estrategia le convenga, pero sin duda la honra, pues refleja que busca ganarse a los votantes por medio de la empatía, en vez de satanizar a su contrincante. Si la contienda mantiene esa tónica, la ciudadanía quizá pueda votar con el cerebro, y no con el hígado, como lo hizo en 2018 cuando eligió a López Obrador y como acaban de hacerlo en Argentina los partidarios de su gemelo antagónico Javier Milei. La civilidad mostrada hasta ahora por ambas contendientes exhibe por contraste los disparates de la demagogia machista.
Tal vez hayamos vuelto a la normalidad democrática, ese aburrido torneo de promesas donde los ciudadanos bien informados nunca pueden escoger entre una fuerza política buena y otra mala, sino entre la mala y la peor. Desde la caída del viejo régimen, así han sido todas nuestras contiendas electorales, incluyendo la del 2018. Como en ella me costó trabajo escoger la opción menos deplorable del menú electoral, jamás se me hubiera ocurrido denostar a los amigos y familiares que eligieron a López Obrador, aunque yo haya votado sin mucho entusiasmo por Ricardo Anaya. Para mi gusto, ninguno de los dos candidatos ameritaba una ferviente adhesión. Por desgracia, en el bando contrario no encontré la misma tolerancia. Para miles de creyentes en el mesías, la llegada al poder de Morena significaba un parteaguas histórico irreversible. El caudillo los había convencido de que empezaba con él algo parecido a la Independencia o la Revolución. Quien osara criticar, por ejemplo, la cancelación del aeropuerto de Texcoco en nombre del sentido común y la racionalidad económica, recibía en las redes sociales una andanada de epítetos insultantes: conservador, golpista, corrupto, traidor a la patria.
Cinco años después, la realidad ha menguado en gran medida ese apasionamiento. Los exaltados de antier ya no proclaman a gritos que López Obrador sea un buen presidente: se limitan a señalar que Peña y Calderón eran peores. Quien mantenga a raya sus fobias y analice el panorama político del país con la frialdad requerida para ejercer derechos ciudadanos, encontrará similitudes palmarias entre los tirios y los troyanos de las boletas electorales. En ambas coaliciones hay un partido descaradamente corrupto: el PRI en el Frente Amplio Opositor y el Verde en la acera opuesta. La protección brindada a Peña Nieto por el actual gobierno mantiene en pie los pactos de impunidad transexenal que permiten el saqueo del erario. Los gobiernos del PRIAN encomendaron al ejército el combate al crimen organizado, y aunque hayan fracasado, López Obrador imitó su estrategia con idénticos resultados. Si Felipe Calderón posaba ante las cámaras disfrazado de sargento, AMLO fue más allá en su militarismo, inmiscuyendo a las fuerzas armadas en casi todas las ramas de la administración pública. Mientras tanto, la expansión del crimen organizado sigue adelante, sea cual sea el signo ideológico del gobierno en turno.
En la distribución del ingreso, tampoco hay diferencias notables entre este gobierno y los anteriores. Según el Inegi, la pobreza disminuyó en México 5% durante el actual sexenio, aunque la pobreza extrema —es decir, la miseria— aumentó 7%. Gracias a los programas sociales hay gente con más dinero en la bolsa, pero al destruir instituciones como el Seguro Popular, que brindaba atención médica a 35 millones de personas excluidas del IMSS, López Obrador las dejó en la indefensión total cuando algún familiar requiere una operación o un tratamiento costoso. La devastación del sistema de salud, el criminal desabasto de medicinas y los 800 mil muertos por la pandemia son el saldo trágico de un gobierno que reparte dádivas con una mano y suprime derechos con la otra. Está por verse, además, si la aparente mejoría en las condiciones de vida cacareada por el gobierno es sostenible a largo plazo, o nos puede llevar a una bancarrota similar a las de Argentina o Venezuela.
No hago este cotejo con el ánimo de picarle la cresta a nadie, sino para sacar una bandera blanca. La verdadera tragedia de nuestra democracia son los magros resultados en el desempeño de todas las fuerzas políticas. ¿Quién diablos puede apasionarse por ellas, si una vez más el olfato ciudadano se las verá negras para discernir cuál apesta menos?