
La gastronomía, como cualquier arte, puede ser una pasión mal correspondida. Por más que una persona tome cursos de alta cocina y siga al pie de la letra las recetas de los gourmets condecorados por la guía Michelin, si le falta sazón, sólo conseguirá pergeñar platillos mediocres. Según mi experiencia, en éste y en otros oficios las mujeres conocen sus limitaciones mejor que los hombres. Cuando no saben cocinar lo admiten sin rubor, y las que tienen talento culinario no lo pregonan, pero guisan maravillas. Los varones, en cambio, suelen creerse mejores cocineros de lo que son, tal vez porque su orgullo viril les atrofia las papilas gustativas. Sólo un comensal con valor civil podría desengañarlos, pero esos paladines de la verdad suelen escasear en México, un país donde la franqueza se paga con el repudio social. De modo que el mal cocinero jamás oye críticas y sigue torturando impunemente a sus invitados, a quienes cree agasajar con suculentos banquetes.
Una regla de urbanidad que nos inculcan desde la infancia prohíbe al invitado a una comida criticar la calidad de los platillos, aunque al ingerirlos haya sentido ganas de vomitar. En tales circunstancias ni siquiera podemos hacer muecas de disgusto: hay que tragarse la inmunda bazofia con un gesto de agrado para no herir al susceptible anfitrión. Quizá los jóvenes se tengan suficiente confianza para criticar a sangre fría los malos platillos de sus mejores amigos. Pero entre gente madura, cautelosa y taimada, una sinceridad tan brutal sería una declaración de guerra. Las amistades que forjamos después de los 40 años sólo se pueden mantener guardando distancias y esquivando temas espinosos, lo que exige, desde luego, una defensiva moderación etílica. El resultado de tanta cautela suele ser una reunión insulsa, donde nadie se atreve a decir lo que piensa. Peor aún: me ha tocado estar en comidas donde mi paladar torturado implora clemencia, y sin embargo, nunca falta en ellas el comensal hipócrita que exclama: “¡Bravo, Lorenzo, te quedó riquísimo el goulash!”. Para no quedarse atrás, los demás invitados profieren una andanada de aclamaciones que hinchan el ego del anfitrión. Víctimas de su propia doblez, al proferir esas alabanzas se condenan a que el falso gourmet los siga invitando para escucharlas. Literalmente están dispuestos a comer mierda con tal de quedar bien con todo el mundo.
Una opción diplomática para no perder amigos y evitarse el suplicio de probar sus manjares sería invitarlos a comer en nuestra casa. Pero entonces ellos querrán agradecer nuestra gentileza volviéndonos a invitar, y si uno se niega con cualquier pretexto corre el riesgo de ofenderlos. Descortesías como esa pueden provocar una enemistad eterna, de modo que la gente bien educada se abstiene de cometerlas. Las amistades genuinas deberían resolver con facilidad esta clase de equívocos. Si de veras queremos mejorar nuestra comunicación con el prójimo, deberíamos abrirnos de capa y decirle al cocinero fallido: te quiero mucho, hermano, pero cuando me invites a comer voy a llevar una torta. Quizá en países donde reina la sinceridad sea posible dar esos descolones. En México nadie los tolera, pues derrumbarían un orden social fundado en el disimulo.
Así funciona la politiquería en todos los ámbitos de la vida social: sepultando verdades incómodas que podrían dañar el amor propio de una persona incapaz de verse al espejo. Hegel creía que la mayor ambición del hombre es obtener a cualquier precio el reconocimiento de los demás, y quizá tenga razón. Sólo le faltó añadir que muchos vanidosos se conforman con un reconocimiento fingido. La política es el arte de falsificarlo, desobreponerse a los juicios adversos fabricando un consenso artificial que los revierte a nuestro favor.
Los malos cocineros engreídos codician un talento que no poseen y consagran sus vidas a negaresa dolorosa incapacidad, protegidos del rechazo por el escudo protector de los buenos modales. Primero muertos que aceptar su falta de sazón. Como los literatos de cenáculo que obtienen becas y premios a espaldas del público lector, el juez más plural y exigente de su trabajo, los falsos cocineros logran imponerse en la feria de vanidades cooptando a un grupo de incondicionales para que les quemen incienso. La farsa del mal guiso aclamado por sobornables jueces de la excelencia gastronómica se repite a diario en el mundillo literario, no sólo en México, sino en todos los países donde los buscadores de prestigio cosechan laureles de utilería. Sin embargo, para la gente que ve esa farsa desde lejos, el prestigio mal habido relumbra igual que el verdadero. Socavada de ese modo por las buenas maneras, la crítica debe remar a contracorriente para restablecer las verdades pisoteadas por los comensales hipócritas.
Enrique Serna