Ricardo Salinas Pliego no es un empresario cualquiera, sino alguien que nomás porque puede ha actuado por encima de la ley. Su figura pública transpira una sensación permanente de intocabilidad: no solo acumula poder económico, también presume su talento para desafiar al Estado y burlarse de los gobiernícolas, negándose a pagar impuestos.
El sábado cumplió 70 años sin Hacienda y con Hacienda en ridículo. Mientras el Estado espera –desde hace dos décadas– que pague lo que debe, él brinda. No con discreción, sino con desplante. Sobre el escenario hizo de su deuda un chiste y de la ley un adorno invisible.
Cada gesto suyo desataba aplausos; cada burla al gobierno, vítores. “¡Presidente! ¡Presidente!”, coreaban sus seguidores, como si evadir impuestos fuera una gesta patriótica y no una ofensa al país.
Su cumpleaños no fue una fiesta privada, sino una escenificación pública de la impunidad convertida en espectáculo, donde el propio Salinas Pliego pareció ensayar su sacrificio por la presidencia.
¡Cuidado! La historia reciente está llena de imposibles que terminaron ocurriendo. Jair Bolsonaro en Brasil; Donald Trump en Estados Unidos y Javier Milei en Argentina llegaron al poder con discursos incendiarios, burlándose de las élites políticas y capitalizando el hartazgo social. México no sería la excepción: Salinas Pliego ya ensaya su papel.
No hay que olvidar que en un escenario nada remoto podría convertirse en presidente de la República Mexicana. Hoy se ríe de Hacienda, mañana podría reír desde Palacio Nacional. Su fortuna, su músculo mediático y su habilidad para disfrazar privilegios de rebeldía lo vuelven un candidato posible, aunque incómodo e indeseable.
Salinas Pliego encarna un perfil de millonario populista que convierte el enojo social en trampolín. Su desprecio por las instituciones no es solo una pose: es un mensaje que conecta con quienes sienten que el Estado los ha abandonado.
Tomemos esto en serio: lo que muchos celebran hoy como una irreverencia pintoresca podría convertirse mañana en una amenaza real para la democracia. La historia no siempre avisa; a veces, simplemente se repite.