Algún día sabremos quiénes integran la nómina encargada de darle cuerda todas las mañanas, desde muy temprano, al merolico de Palacio, para que, en sintonía con un grupito de “moléculas”, armen las diarias y largas parodias, que terminan siendo penosas chungas a la investidura presidencial. Parece imposible que de una sola cabeza surjan tantos enconos, injurias, mentiras, chistoretes y pavadas. Sí, se trata de un caso psiquiátrico para desgracia nacional, pero da la impresión de que está asistido por quienes le acercan perversamente material para que escoja a contentillo y produzca un efecto distractor ante la devastación nacional.
Es un embuste interminable y zafio como instrumento de gobierno y de dominio; es un salto al vacío, huyendo de la realidad que le va pisando los talones, y de la que no escapará.
Es mentira absoluta que los sacerdotes católicos diocesanos (y los jesuitas en particular) hayan cambiado su enérgico reclamo al gobierno para que rectifique su política frente a la violencia.
La Iglesia católica como tal y la Compañía de Jesús no han variado en un ápice sus permanentes proclamas: han insistido en sus prédicas que luchan por la paz, la reconciliación, el perdón, la unidad, la verdadera caridad, la justicia y, por supuesto, la aplicación de la ley, esto es, el Estado de derecho, precisamente para lograr esos bienes y valores que deben garantizarse en toda sociedad humana. ¿Por qué? Porque sin ley todo es barbarie. Con la impunidad en más de 95 por ciento México seguirá siendo un país ensangrentado, empobrecido y sin futuro.
Sin embargo, el huésped de Palacio le ha dicho al “pueblo pobre, bueno y sabio” que los sacerdotes mexicanos “ya corrigieron, ya rectificaron y ya le dieron la razón”. Precisamente por eso merece el “alias”, “mote” o “apodo” de Tartufo, porque es, según el diccionario, “la trágica historia de quien goza de la más absoluta impunidad, a través del poder, la mentira, las apariencias y la falsa moral”.
Y esa es la definición del narcisista que afanosamente destruye a México, y que buen cuidado ha tenido de no responder al padre Mario Ángel, de la Universidad Pontificia de México, quien, al denunciar innumerables hechos oprobiosos de este gobierno, le dijo a los mexicanos: “No demos más poder a quien no ha sabido usarlo para el bien común”. Claro que ese consejo debe entenderse en plural, pues se refiere “a todo aquel”.
Sus rencores y resentimientos son tan profundos que ni su llegada a la Presidencia los alivió. Al contrario, cada día está más perdido, y no dude usted de que si en su próximo viaje a la Casa Blanca se les pierde unas horas lo hallarán apedreando a la Estatua de la Libertad.
Las recientes y arteras ofensas a la comunidad judía corren por cuerda separada, y más le valdría no haberlas hecho.
Diego Fernández de Cevallos