Murió Marcelino Perelló Valls a los 73 años. Nació en México en 1944. Sus padres habían llegado a México exiliados después de que su padre, Marcelí Perelló Domingo, militante y dirigente de, entre otros, el partido proletario catalán, fuera apresado y encarcelado en España por, antes de la Guerra Civil, haber conspirado para poner una bomba al rey.
Su madre se dedicó en México, entre otras cosas, a la docencia y Marcelino a estudiar.
Y a la agitación, por supuesto, que era lo suyo.
Era miembro de las juventudes comunistas, entonces un grupo clandestino, cuando en 1968 estalló el movimiento en la UNAM. Miembro del Consejo Nacional de Huelga, se distinguió por su elocuencia e inteligencia, y tal vez, habrá que decirlo, por andar en silla de ruedas en la que había quedado después de un accidente en el patio ferroviario de Rubí, en Cataluña, durante un viaje a aquel pueblo en el que nació su madre… y habré de decirlo, también mi padre, y mi abuela y mis tíos.
Salió huyendo de México después de la matanza de Tlatelolco y terminó en Rumania, donde se enamoró de Stela Bratescu, la madre de su única hija, Aina Perelló. En Rumania se hizo matemático, de los mejores.
Pudo entrar a Cataluña después de la muerte de Franco, en donde militó en diferentes organizaciones independentistas y en 1985 regresó a México como profesor. Primero a Sinaloa, después a Puebla y luego a la UNAM, donde fue profesor, secretario de la facultad, secretario del Chopo, inventor de cualquier cantidad de cineclubes, su verdadera pasión, y los últimos 15 años conductor de radio en un programa, que con precisión se llamaba Sentido contrario. Pero fue siempre, sobre todo un radical, un agitador, un provocador. En el funeral me dijo algo Joel Ortega, tal vez el mejor de sus amigos, que creo acertado: Sobre todo, Marcelí era un gran irresponsable. El mejor de todos.
Otros se han encargado de regodearse con los últimos meses de su vida, lo han hecho con saña.
Yo no. No me da para eso el corazón.
Yo me quedo con el que conocí a los 12 años en Barcelona, volví a abrazar en el aeropuerto de Ciudad de México a los 21 y del que aprendí y con quien disfruté durante 32 más.
Gracias, Marcelí. Adéu-siau.
Abrazo a Mercedes, a Carlos, a Edelmira, a Aina… A todos los salmones, ustedes saben quiénes son.
Podría desear que descanses en paz, pero sé que te encabronaría.
Descansar era para otros.
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