El sábado 16 de septiembre a las 4:30 de la mañana dejó de respirar una parte de mi familia, de mi vida y de quien soy. Ojos verdes, enormes y chispeantes. Voz ronca, gruesa y profundamente viva. Julia Espresate Eibenschutz, hermana de Pablo, hija de Caty y de Jordi. Murió cuando estaba por cumplir 61 años.
Mujer de estrellas, de chispas y de centellas. La Julis bailando cumbia entre los anillos de Saturno. Julia bordando relámpagos con las palabras. Julia mirándote, sin parpadear, como un rayo láser. Risa-terremoto, risas que aún me retumban y me llenan de gozo.
Julia la mexicana, la cubana, la xalapeña. Julia la de todas partes y la de ninguna.
Maestra mágica, explicándome el caos y los fractales con paciencia infinita. Antena hacia el futuro enseñándonos a usar —en aquellas computadoras de antes de la web— una cosa que se llamaba “correo electrónico”.
Mi hermana, mi cuñada, mi amiga desde antes de conocerla. Y, ahora que ya no está, un recuerdo vivo, uno tras otro. Desde el Big Bang, hasta un análisis ácido sobre Mitch McConnell, pasando por sus observaciones sobre mis lentes naranjas. Ya no está, pero sigue. Dentro de mí y de muchos, palpitante.
Julia descorriendo el telón de la hipocresía vuelta sentido común e iniciándome en la práctica de desnaturalizar el privilegio. Sin voz engolada ni autocomplacencia ninguna, con un simple “nosotros los blancos” seguido de una risa estentórea.
Transgresora permanente. Tránsfuga de todos los lugares sociales aceptados y conocidos. Hereje sin poses ni florituras grandilocuentes. Directa y brutal. Clara, ácida, divertida.
Fugada y contundentemente aterrizada. Mordaz, tierna, dura, oscura, suave, luminosa. Abierta de par en par y encerrada a piedra y lodo. Serpentina hecha de locura incendiaria y cordura helada.
Te fuiste, ya no estás, te fuiste.
Fuiste mi ventana al universo y también la hechicera que me enseñó a ponerle palabras a los matices y recovecos infinitos de los nueve círculos del infierno.
Cercanía de esas que alumbran y te quitan un ratito la pena clavada en el pecho de saberte irremediablemente sola. Cercanía, también, de esas que te queman si te acercas demasiado.
Torrente incontenible de manos danzantes. Caudal interminable de palabras filosas y exactas. Lengua de agilidad portentosa. Mente que diseccionaba el mundo desde lugares insospechados y que alumbraba, siempre, ángulos que sólo te resultaban obvios después de nombrarlos ella.
Domadora de órbitas y de hoyos negros. Espía minuciosa de las masas, las honduras y las anchuras de nuestro sistema planetario.
Tejedora incansable de historias. Imaginadora, a un tiempo, desbocada y precisa. Explicadora eficaz y deliciosa capaz de esclarecer desde los enredos de las operaciones con fracciones hasta las complejidades infinitas de los brazos espirales de las galaxias.
Conversadora inagotable. Fiestera sin botón de apagado. Responsable hasta la última coma. Ordenada y, al mismo tiempo, caótica como ninguna.
Una vida entera que no cabe aquí y tampoco, desde luego, en el polvo de estrellas que quedó contenido en una cajita de madera.
Vida la de Julia como la de todas y todos. Vida vivida como vamos pudiendo. Con tramos de paz y muchas turbulencias. A veces con brújula, a veces sin ella. Con la baraja que nos tocó en el reparto inicial y con la energía que sacamos de debajo de las piedras cada que el canto de la muerte intenta seducirnos. Así, a ratos montados en la banda rodante del guion aprendido, a ratos conduciendo muy seguras el coche, y a ratos batallando con esos vacíos en los que todo pierde sentido.
Gracias, Julia. No sería la que soy si no hubieras estado en mi vida. Me despido de ti y no. Porque aquí, dentro de mí, estás y te quedas.