Casi simultáneamente se estrenaron dos películas del ámbito de la música clásica que giran alrededor del oficio de director de orquesta, un papel que, según las convenciones, únicamente un profesional masculino podía ejercer. En su documental The conductor la académica y documentalista Bernadette Wegenstein observa a la directora de orquesta estadounidense Marin Alsop nacida en 1956, mientras que la realizadora holandesa Maria Peters escribió y dirigió la ficción biográfica Antonia: Una sinfonía (De Dirigent) que se exhibe en Netflix.
En una entrevista Maria Peters explicó que la figura y carrera de Antonia Brico (1902 -1989) le fascinaron como destino de una holandesa que fue llevada de Rotterdam a Estados Unidos a los seis años por sus padres adoptivos, se apasionó por la música, cursó estudios de Bellas Artes y piano y luchó con disciplina y tenacidad hasta convertirse en directora de orquesta, la primera directora de orquesta que dirigió las orquestas sinfónicas de Berlín y Nueva York. Como hábil guionista y realizadora Peters convirtió la historia de Antonia Brico en un biopic de época que sigue la pasión de una joven, describe su condición de hija adoptiva de una pareja de inmigrantes en California, su lucha por convencer a los profesionales y el público que una mujer es capaz de “imponerse a una orquesta de cien hombres”, como comenta un famoso director de la época.
Como es normal en una película biográfica que pretende ser atractiva para el público los supuestos “hechos reales” son aderezados con personajes y situaciones que profundizan el conflicto, construyen suspenso y crean identificación. Así observamos cómo Antonia (Christanne de Bruija) vive un romance apasionado con el joven y rico Frank (Benjamin Weinwright) y goza de la amistad y el apoyo de Robin (Scott Turner Schofield), dueño de un club travesti de Nueva York. Este tipo de elementos pueden enriquecer una película y profundizar el desarrollo del tema. En Antonia: Una sinfonía, sin embargo, no me parece que lo han logrado.
Antonia: Una sinfonía es un homenaje a la inteligencia, pasión y tenacidad de una mujer que, a principios del siglo veinte, luchó y encontró la manera de realizar su pasión en contra de las convenciones. Cuando Antonia a través de una serie de duelos de palabras con hombres y mujeres, contradice prejuicios e impone su manera de realizar la igualdad, estamos de su lado. Lo que, sin embargo, no parece aceptable es la construcción de un mundo tan plano y sin matices como el que realiza el filme. Personajes planos y machistas como la madre adoptiva y el maestro de piano contrastan tan burdamente con la dulzura y solidaridad de los empleados del club travesti que la reflexión acerca de la desigualdad y diversidad de género pierde fuerza. A pesar de estar interpretada por una actriz muy atractiva, la misma Antonia carece de corporeidad y matices que nos permita sentir su pasión por la música, su necesidad interior de ejecutarla y reconocer en su caso una tarea cultural y social que no hemos terminado de hacer.
Annemarie Meier